Astucia Felina - CUENTO


En una de las casas más antiguas del barrio vivía un anciano muy acaudalado que se apellidaba Duncan. El señor Duncan había nacido en una familia de clase baja, y a pesar de que sus padres trabajaban afanosamente, el dinero nunca era suficiente.

El señor Duncan tenía dos hermanos quienes habían comenzado a trabajar desde muy jóvenes para poder ayudar a la familia, él en cambio al ser el hijo menor había gozado del privilegio de poder estudiar. 

Cuando alcanzó la edad para pensar en algún trabajo, la familia contaba con más recursos económicos, por lo que su padre decidió que fuera a la universidad y así tener la oportunidad de un futuro más próspero. 

La vocación de Duncan era la Abogacía además sabía que si lograba éxitos en esta profesión tendría posibilidades de ganar buen dinero. 

Durante sus años de estudio demostró ser un alumno ejemplar, estupendamente inteligente y con la mayor dedicación. Pasaba gran parte de su tiempo libre estudiando y prefería pasar las noches en la biblioteca de la universidad antes que salir a divertirse con sus compañeros. Cuando se recibió lo hizo con honores convirtiéndose en el héroe de la familia al completar una carrera y ejercer como profesional. Así es que, el flamante abogado fue aceptado en una de las firmas más prestigiosas de la ciudad, debido a su trayectoria esmerada en la universidad. 

Comenzó tomando casos pequeños que le eran otorgados para probar su práctica e idoneidad y como en cada uno de ellos había salido airoso, pronto fue adquiriendo una formidable reputación. Con los años se fue convirtiendo en uno de los mejores abogados, y cuando el comité de la firma lo consideró digno de merecerlo, le fue ofrecido un puesto en la sociedad. 

Durante mucho tiempo probó con cada caso que su trabajo era impecable y cuando los socios fundadores fueron retirándose se quedó con la mayoría de las acciones, volviéndose el más antiguo, idóneo y ambicioso. El señor Duncan no parecía notar, que tanta exigencia y compromiso con su carrera lo habían apartado completamente de la vida social alejándolo cada vez más de sus amistades y hasta de su familia. Muchos años habían pasado, en los que este hombre había dedicado su tiempo sólo a trabajar, hasta que un día su salud le demostró sin posibilidad de refutación, que debía jubilarse. Lo cierto era que el señor Duncan nunca había gozado del dinero que había ganado, lo había ido guardando hasta reunir una incalculable fortuna que había escondido en algún recóndito lugar. 

Viendo que la soledad día tras día se le hacía intolerable, decidió contratar un ama de llaves como compañía y que también se ocupara de los quehaceres de la casa. Al aviso publicado respondieron rápidamente varias candidatas, pero al señor Duncan parecía no agradarle ninguna, hasta que un día se presentó una dama joven y muy bonita, de delicados modales y dulce voz. Quedó encantado de inmediato con la muchacha y la contrató sin más. Dora, la joven ama de llaves, estaba contenta con su trabajo y demostraba ser amable y servicial. Parecía que el señor Duncan había tomado una excelente decisión. 

Pasados algunos meses habían llegado a oídos de Dora rumores de que el anciano era inmensamente rico y que había escondido su fortuna. Estos cuentos se habían difundido por la localidad hacía muchos años y habían invitado a la comunidad a una especie de búsqueda del tesoro pero nadie jamás había logrado descubrirlo. Dora, aunque muy correcta en su proceder y de incuestionable eficiencia, guardaba tras aquella apariencia angelical su verdadera personalidad. Dora deseosa de poseer mucho dinero se impuso como misión a partir de aquel descubrimiento la de develar el escondite de la fortuna. La codicia la había conquistado. 

Día a día cumplía sus tareas, sin perder la oportunidad de revisar la casa en busca de algún indicio revelador. Escudriñaba cada habitación tratando de descubrir algún cajón disimulado, alguna tabla floja en el piso o algún pasadizo oculto, sin embargo, todos sus intentos habían sido en vano. Su próximo plan consistía en ganarse la confianza del señor Duncan para que éste le contara cosas de su vida privada. Para conseguir lograr su cometido, Dora hacía de todo para agradar al señor Duncan. Le leía libros por las tardes en la biblioteca para que a él no se le cansase la vista, le hacía sus postres favoritos, planchaba su ropa de la forma minuciosa como él exigía, cuidaba las plantas del jardín podando las rosas cuidadosamente y ponía los discos de música clásica que tanto le agradaban al viejo una y otra vez. Poco a poco parecía que el señor Duncan empezaba a encariñarse con la muchacha, pero todavía no le había confiado ningún detalle íntimo. Cuando Dora llegaba por las noches a su casa, le contaba los pocos progresos que había logrado a su marido, quien también se había dejado llevar por la ambición por del dinero. 

Una noche cuando Dora salía de la mansión del señor Duncan vio que un gato gris estaba sentado el jardín de la entrada, lo miró, le acarició la cabeza y el felino respondió con un ronroneo, luego Dora siguió su camino hacia la parada del autobús. Una vez sentada, le pareció percibir la mirada fija del gato sobre ella mientras el autobús se alejaba, pero cuando volteó para verlo, el felino ya no estaba. Al llegar a su casa se sorprendió al ver al mismo gato sentado a la puerta. Le extrañaba sobre manera que hubiese aparecido allí, pero aún más, que hubiera llegado antes que ella. A pesar de su sorpresa Dora se sintió tan apenada por haberlo dejado anteriormente en la parada, que lo cogió entre sus brazos y lo llevó a su casa. 

El gato demostró su agradecimiento con ronroneos y restregándose contra sus piernas constantemente. Se portaba bien, era limpio y pasaba la mayor parte del tiempo sentado en un sillón observando los movimientos de Dora. Cuando ésta partía para la casa del señor Duncan, él se acercaba a la ventana y la veía marcharse. A Dora le gustaba la compañía del felino pero notaba que su comportamiento era un tanto extraño. Nunca lo había visto dormir; comer, beber o juguetear y cuando llegaba a la casa lo encontraba observando atentamente por la ventana. Cada vez al caer la noche el gato subía al dormitorio del matrimonio y se los quedaba mirando sentado en el alfeizar de la ventana. Parecía como si los vigilara a todo momento. 

Transcurridas dos semanas Dora estaba encantada con los avances que había conseguido. Al parecer, las molestias que se había tomado para concederle cada capricho al anciano habían valido la pena. Hubo un día en que por fin el señor Duncan quiso hablar, le había relatado como había sido su infancia y porqué había decidido estudiar Abogacía, y así Dora ya conocía gran parte su vida, pero no habiendo mucho más que contar el viejo llegó hasta su retiro, concluyendo con su historia. 

Una noche, habiendo pasado varios días desde el último relato del señor Duncan, cuando Dora regresó a su casa le dijo a su marido que la esperanza de que el viejo dijera algo sobre sus riquezas era nula. También lo era, la posibilidad de descubrir algún disimulado escondite dentro de la mansión. Mientras Dora y su marido mantenían estas conversaciones, el gato estaba siempre presente, atento y vigilante. Dora le había mencionado a su marido el peculiar comportamiento que había notado en el felino, pero su esposo le decía que era producto de su imaginación. 

Una noche de tormenta, ya a la hora de dormir, Dora subió a su habitación y se acostó, quedándose dormida casi inmediatamente. Los rayos y el viento eran estremecedores y en medio de la madrugada el ruido de un trueno la despertó abruptamente. Cuando miró a su lado se sobresaltó viendo que el gato la miraba fijamente desde la mesa de noche. Ella lo alejó con un ademán, y el gato gruñendo, salió del cuarto. Al día siguiente cuando fue a trabajar, Dora tenía una idea en mente. Como sabía que el viejo sufría del corazón, había pensado en dilatar la administración del medicamento guardándose las píldoras hasta que él confesara. 

Ya en la mansión, y luego de haber realizado las tareas cotidianas, Dora se dirigió a la cocina para tomar del botiquín las píldoras que tomaba el señor Duncan por su afección cardíaca y las guardó en un bolsillo de su delantal. Llegada la hora de administrarle el medicamento, fue hasta la habitación del señor Duncan y tomó de un estante de la biblioteca uno de sus libros favoritos. El señor entonces le pidió la medicación y un vaso de agua, pero ésta lo ignoró completamente y se sentó para leerle el libro. El señor Duncan volvió a insistir con su pedido. Dora cerró el libro muy lentamente y mirando al viejo con una expresión de desprecio le dijo que ella conocía su secreto y que si él no le proporcionaba información sobre el escondite del dinero, lo dejaría morir. Les diría más tarde a la policía que ella le había dejado las pastillas en la mesa de luz y había ido a buscar algo a la cocina y que al volver había encontrado muerto al anciano. Como Duncan últimamente parecía olvidarse de las cosas, no resultaría extraño que hubiera creído haber tomado las píldoras cuando no lo había hecho, error que lo había conducido a una muerte silenciosa. 

El señor Duncan suplicó a Dora que le diera su medicamento, pero ella le reclamaba que le hablara del escondite. El viejo comenzó a palidecer y mientras se llevaba las manos al pecho, rogó una vez más. Viendo que ella no cedía, y con el último aliento terminó por confesar donde guardaba su fortuna y luego emitió un débil chillido para terminar por desvanecerse. Satisfecha con su cometido Dora se acercó con un vaso de agua y colocó una de las píldoras en la boca del señor Duncan. Habiendo desconectado el teléfono del dormitorio Dora abandonó la habitación de inmediato. El viejo, estando tan débil, no podría levantarse por un buen rato, y así Dora tendría tiempo suficiente para colectar su botín. 

Nunca hubiera imaginado Dora que el Señor Duncan ocultaría su fortuna en un lugar tan común. Parecía salido de un libro de cuentos. El anciano había enterrado el dinero dentro de un arcón viejo en su propio jardín. Mientras Dora se dirigía lo más rápido que podía hasta el cobertizo para buscar una pala, llamó a su marido por el teléfono móvil y le contó lo que había sucedido. Le dijo que reservara dos pasajes de avión y que tuviera preparadas las maletas para cuando ella llegara. Se marcharían directamente al aeropuerto y comenzarían una nueva vida. 

Mientras las piernas se le aflojaban al correr por la emoción y el apuro, Dora ya fantaseaba con las cosas en las que gastaría la millonaria suma que le esperaba. Al llegar al lugar comenzó a cavar y luego de un rato alcanzó a tocar una superficie dura. Llena de excitación, arrojó la pala a un lado del pozo que había hecho y sacó una bolsa de residuos que había traído consigo. Cuando abrió el cofre quedó de una sola pieza. Con la boca abierta y los ojos desorbitados cogió el diminuto papel que se hallaba dentro y lo leyó para sus adentros. 

“Creíste tener más astucia que yo; pero más sabe el diablo por viejo que por sabio…” 

Mientras leía el papel Dora empezó a sentirse mareada y supuso que el disgusto y el agotamiento la estaban afectando. Al percibir un lejano sonido miró hacia la casa y vio que lentamente el gato gris se acercaba hasta donde ella estaba. Confundida, decidió continuar leyendo aunque notó que ahora lo hacía con dificultad ya que se le nublaba la vista. 


“…La nota que estás leyendo fue embebida en un potente veneno que al contacto con la piel tiene los mismos efectos que la estricnina. Verás que al final yo habré triunfado”. 

Al terminar de leer Dora se sentía terriblemente, le costaba respirar y sentía sus músculos tensarse y contraerse. Cayó en el césped al costado del pozo y mientras yacía allí comenzó a sufrir terribles espasmos y convulsiones. Su muerte era inminente, lo sabía. Pero antes de cerrar los ojos por última vez, vio que el felino estaba ya a su lado e iba creciendo en tamaño y perdiendo el pelo, cambiando de forma velozmente hasta convertirse en un hombre. El señor Duncan permanecía ahora a su lado, y ella, indefensa y sin escape, soltando su último aliento vio que el anciano se la quedaba viendo y le sonreía perversamente. 

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