Viajaba una semilla en el pico de aquel ave, vaya uno a saber por qué, si porque esa era la costumbre de aquel pájaro, la de volar de norte a sur, de este a oeste juntando cosas, y en esos viajes que emprendía, siempre traía algo consigo. Esta vez, una semilla quedó atrapada en su pico y viajó muchas leguas hasta llegar a mi barrio.
Nos dimos cuenta de su llegada porque en el cantero de enfrente de mi casa, en el que faltaba el árbol que había estado por tantos años, apareció un brote. La Municipalidad había sacado el tronco seco porque de tan viejo al árbol se le había secado la raíz y era peligroso dejarlo en la vereda y que de un momento a otro cayera causando una desgracia.
Así un día, mientras volvía del supermercado miré hacia abajo atraída por un destello verde. Noté entonces que, en el cantero antes vacío, ahora había un brote. Me dije, “ahí está creciendo algo”.
Y pasó algún tiempo, no mucho, hasta que un día el retoño se convirtió en árbol. Todos los vecinos notamos que el árbol era hermoso y que había crecido demasiado rápido, pero como alegraba la cuadra con sus colores y su frondosidad, aprendimos a no juzgarlo. Es más, comenzamos a admirarlo. Entendimos su afán de crecer y de traer color y alegría.
Con ello nos dimos cuenta de que siempre habíamos encontrado más fácil juzgar y criticar que apreciar el lado bueno de las cosas. Siempre catalogamos las cosas por su lado malo, cualquier cosa: la gente, las actitudes, los regalos, los gustos de otras personas, la ropa, las intenciones, etc.
El árbol nos trajo el cambio de estimar lo diferente por lo bueno y a considerar que hay cambios que son necesarios y también beneficiosos. Luego de esta reflexión algo maravilloso ocurrió. El árbol ahora estaba poblado de frutos hermosos que nunca habíamos visto. Era un tipo de fruto nuevo. Su color iba del violeta al naranja de una punta a otra, su forma ovalada y semi-chata refulgía con un brillo excepcional.
Los vecinos nos vimos casi obligados por la curiosidad a probar esos frutos, y así cada día alguien pasaba y arrancaba cuidadosamente uno y se lo llevaba para su casa para preparar una comida, un postre, una ensalada o un pastel y después lo compartíamos. No pudimos evitar notar que todos estábamos tan contentos, que al vernos en la vereda empezábamos a charlar y a conocernos, algo que nunca habíamos hecho. Antes de la llegada del árbol no sabíamos nada el uno del otro.
Probando los manjares que cada uno hacía con los frutos del árbol nos fuimos enterando de la vida de cada uno, de nuestras ocupaciones, de cómo eran nuestras familias, pero más que nada, más que nada nos unimos. Nos dimos cuenta de que aquel a quien creíamos tan diferente, era en realidad como nosotros. Percibimos la falta de unión que nos regía, y aquel árbol nos ayudó a lograr algo que no habíamos podido hacer en tantos años: ser Comunidad y mejores personas.
El ave que trajo la semilla finalmente volvió e hizo su nido en nuestro árbol, su árbol, y vimos que era un ave celeste y blanca. Era un ave bella, su canto era armonioso y traía paz. Entonces descubrimos que la semilla era de una nueva especie. ¡Y también el árbol y sus frutos y hasta el ave! Sentimos entonces que nuestro barrio había sido elegido para volver a empezar, habíamos sido bendecidos con una nueva oportunidad para reconvertirnos.
Ahora se nos presentaba la maravillosa oportunidad de llevar este fruto al resto del mundo, y cuando empezamos a hablar de cómo hacerlo nos referimos al fruto como “El Fruto del Cielo”, porque vino en el pico de un ave, porque trajo la paz, porque inesperadamente cambió nuestras vidas y porque, aunque a veces lo olvidemos, estamos todos bajo el mismo Cielo.

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