El Misterio de las Pinturas - CUENTO


Era el año 1871 y el joven Alberti se encontraba pintando en su estudio como lo hacía cada tarde. Tenía delante el atril con el lienzo a medio terminar. Se alejó un poco para cambiar la perspectiva y volvió a adelantarse. Tomó nuevamente uno de los pinceles que había estado utilizando e hizo un trazo sobre el lienzo. Se alejó nuevamente; se colocó primero a un costado, luego al otro y frunció los labios. Esto no era inusual en el muchacho, es más, solía hacer esa mueca tan a menudo que ya se estaba formando una grieta a modo de arruga prematura a un costado de la boca. 

Alberti suspiró y luego ocurrió lo predecible, siempre sucedía aquello luego de fruncir la boca. En un sólo movimiento enérgico como para evitar toda vacilación se acercó a la pintura, la quitó del atril y la arrojó al piso con tanta fuerza que el trabajo se echó a perder por completo. 

El joven Alberti tenía estos arranques de furia desde que había empezado a pintar. A pesar de que desde pequeño había descubierto cuánto le gustaba pintar, no había logrado desarrollarse muy bien en este arte. Soñaba cada noche con que se convertiría en un famoso pintor, pero no le importaba el dinero, sino el reconocimiento de lo brillante que serían sus obras y de lo estupendo que serían los logros alcanzados a lo largo de su carrera. 

Así, los años fueron pasando mientras el joven iba tratando de perfeccionar su labor. Cuando llegó el momento de elegir la universidad a la que asistiría, pidió el consejo de los que más sabían del tema para que lo asesoraran, y así fue que se inscribió en la más renombrada universidad de Bellas Artes. 

En los primeros años le iba bien, pero su desempeño no era excelente como él hubiera querido. Se esforzaba constantemente en perfeccionar la técnica y mejorar así cada una de sus obras pero aparentemente no tenía talento, en otras palabras, su trabajo era mediocre. 

No habiéndose resignado a que lo mejor era cambiar de carrera y estudiar otra cosa, Alberti siguió ambicionando desarrollar su capacidad como pintor. La razón básica e incuestionable para aquella decisión era que, dichosamente, podía darse el lujo de no trabajar ya que sus padres, ambos poseedores de enorme fortuna, le dejaron una herencia para vivir sin tener que hacerlo. 

Así pues, el muchacho llegó a la edad adulta convertido en un amargado ermitaño. Este solitario hombre se pasaba la mayor parte del día, y a veces de la noche, tratando de crear una “obra de arte magistral”. 

Una tarde en la que se encontraba exhausto porque no había dormido más de dos horas la noche anterior, el señor Alberti decidió tomar un baño caliente e ir a leer el diario en el espléndido y mullido sillón de la sala principal. Luego de pedir que le preparasen un té, se sentó en el sofá y abrió el periódico. Lo hojeó sin dedicarle mucha importancia, lo hacía como mera distracción para ver si lograba conciliar el sueño. De pronto en una de la páginas vió un aviso que se destacaba pues estaba escrito con una letra llamativa de gran tamaño y con un recuadro de bordes con arabescos. Era un anuncio en el que solicitaban un artista que pintara para un duque que había venido del extranjero. El duque había comprado una inmensa morada recientemente y necesitaba decorar las paredes de la vasta mansión. 

El anuncio decía quien decidiera presentarse para tal pedido, lo hiciera llevando consigo un catálogo de algunas de sus obras. Lo que el señor Alberti encontró altamente motivador era que la mansión del extranjero quedaba muy cerca de su residencia. Se dijo a sí mismo que no perdería nada con ir hasta allí y sin pensarlo más preparó una selección de sus obras favoritas, si es que así podía llamarlas, o mejor dicho, aquellas que le disgustaban menos. Iría a ver al duque al día siguiente sin excepción. 

Cuando el señor Alberti llegó estaba un poco nervioso porque, aunque estaba acostumbrado a que la gente juzgara sus trabajos, hacía años que no aceptaban sus obras, catalogadas como “no apropiadas para presentar en galerías”. Nunca admitían que su trabajo no era bueno y siempre andaban con rodeos y falsas cortesías. 

Cuando el mayordomo le abrió la puerta se encontró en una sala muy parecida en dimensiones a la suya, aunque el gusto con el que estaba decorada dejaba mucho que desear. Los muebles eran pasados de moda, el estilo era demasiado recargado y los adornos y esculturas habían elegidos simplemente por alguien sin clase. El mayordomo lo acompañó hasta otra habitación, grande y acogedora con una antigua chimenea, que resultó ser la biblioteca. Allí seguidamente y sin emitir sonido alguno se hizo presente el dueño de la mansión. El duque Volttar era alto, esbelto, pero de contextura robusta, sus ojos eran negros tan oscuros que no podía distinguirse la pupila del iris; su piel era sumamente pálida y era imposible determinar su edad, pues aunque tenía importantes entradas en las sienes, no poseía ni un cabello cano, y gozaba del tipo de rostro que uno llamaría “de la eterna juventud”. 

El señor Alberti se presentó y así lo hizo el extranjero. El duque Volttar se dirigió al sillón que estaba frente a la chimenea y le pidió a su invitado que tomara asiento frente a él. Mientras el pintor desembalaba sus pinturas el duque Volttar le ofreció algo para beber, a lo que el artista respondió cortés pero negativamente. Sus manos estaban sudadas y el estuche que contenía las obras estuvo a punto de caérsele, cuando en un movimiento imperceptible el duque Volttar las tomó de sus manos y empezó a estudiarlas. 

El señor Alberti no pudo evitar sentir lo heladas que estaban la manos de aquel hombre, pero hizo caso omiso de ésto porque estaba más preocupado por la crítica que el duque hiciera de su trabajo, que de cualquier otra cosa. Quiso a continuación explicar sus obras al extranjero, a lo que éste respondió: 

- ‘No hace falta que me diga nada señor Alberti. Las pinturas no se explican, se contemplan y lo que vemos nos dice todo’. 

La voz era gutural, pero clara. Parecía inadmisible proponer un argumento diferente al de una persona que hablara con tal seguridad y firmeza, así que no lo hizo y guardó silencio. Luego de un largo tiempo el duque Volttar dirigió al pintor una mirada penetrante y le dijo: 

- ‘¿Cuándo puede usted comenzar?’ 
- ‘¿Disculpe, cómo dice?’, contestó el pintor tomado completamente por sorpresa. 
- ‘Le preguntaba cuándo podría usted comenzar a pintar para mi’, dijo el duque nuevamente con la voz áspera, percibida por el pintor, percatándose de éste rasgo característico del extranjero. 
- ‘Puedo empezar la semana que viene si eso le parece bien.’ 
- ‘De hecho, preferiría que empezara mañana mismo de ser posible.’ 
- ‘Muy bien, es un poco apresurado pero creo que podré arreglármelas.’ 
- ‘Perfecto. Entonces le sugiero que mañana vaya enviando el equipaje que considere necesario para algunos meses de estadía. Ya tengo preparado un estudio donde tendrá usted todas las comodidades y materiales necesarios para trabajar.’ 
- ‘Creo que no he comprendido bien, ¿estadía? … Yo tengo un estudio en mi casa’ 
- ‘Pues piénselo bien señor Alberti. El que usted se hospede aquí es un requisito indispensable para mí. De otra manera temo que tendré consultar con otro artista por más que su trabajo haya sido de mi agrado. Sería una pena, pero depende de usted’. 

El señor Alberti sabía muy bien que ésta era una gran oportunidad. Podría ganar algo de fama si las galerías supieran que estaba trabajando para un extranjero que lo había contratado porque creía en su talento. El extranjero se presentaría en sociedad seguramente dando algún que otro banquete y varias personas admirarían al pasar las obras del pintor a lo largo de su visita en la suntuosa residencia. Esto podría originar interés en los residentes más adinerados de la villa, quienes celosos del privilegio del extranjero de ser el único dueño de las pinturas del señor Alberti, querrían conseguir sus propios ejemplares para demostrar su estatus. 

- ‘Muy bien. Me mudaré aquí en la mañana.’, dijo después de meditarlo brevemente. 

Al día siguiente el pintor estaba instalado ya en los aposentos que el extranjero le había asignado. En verdad era cómodo, pero teniendo su casa, y habiendo adquirido en tantos años la costumbre de vivir solo, le costaba adaptarse. 

Durante su estadía Alberti había recibido varias cartas que su mayordomo le había enviado, donde le relataba los más extraños acontecimientos. En ellas le contaba que en los periódicos se mencionaba que las obras que había pintado para el extranjero eran paisajes y escenas de la vida real, y que la gente se preguntaba cómo era posible que tales pinturas hubieran sido reproducidas con tanto detalle, si los motivos originales estaban situados en lugares tan remotos en los que el pintor nunca había estado. 

Aunque extrañado por tales noticias el señor Alberti estaba tan absorto en su trabajo y tan emocionado por los elogios que recibía del duque, que nunca le dio importancia a estos rumores y nunca contestó a las cartas de su mayordomo. 

Al cabo de unos meses el pintor había terminado varias obras de las cuales estaba orgulloso, cosa que nunca antes le había sucedido. El extranjero estaba complacido con el trabajo del pintor y viendo que se acercaba el momento en el que éste abandonaría la mansión le pidió al señor Alberti que se reuniera con él en la biblioteca la noche antes de su partida para conversar. 

Cuando entró en la biblioteca el duque traía consigo un papel amarillento y una pluma. Sentándose en el sillón frente a la chimenea el duque Volttar se dirigió al pintor: 

- ‘Señor Alberti, estoy muy satisfecho con el trabajo que ha estado realizando en estos últimos meses. Es por eso que le pido me brinde usted la exclusividad de sus trabajos.’ 
- ‘¿La exclusividad de…? ¿Qué quiere decir con eso? Yo….’ - comenzó diciendo pero el extranjero lo interrumpió. 
- ‘Si, es exactamente lo que usted está pensando señor Alberti. Quiero que pinte sólo para mí y para nadie más. Eso es a lo que me refiero con exclusividad precisamente’. 
- ‘Pero no puedo aceptar eso. Es decir, usted no puede pedirme semejante cosa.’ 
- ‘Si, si puedo. Es gracias a mí que usted se ha vuelto tan popular, y estoy al tanto de que tiene varios pedidos esperándolo cuando se marche de aquí.’ 
- ‘Pues entonces… ¿cómo puede pedirme que rechace la fama que me he ganado?’ 
- ‘Porque firmando este contrato usted ganará más que fama, ganará mucho más.’ 
- ‘No le comprendo, pero de todas maneras discúlpeme, no pudo aceptar su propuesta. No veo qué puedo ganar con ella. Ha sido usted muy amable en aceptarme en un principio, pero es que mi trabajo es muy bueno, veo que usted coincide conmigo en eso. Ahora debo seguir mi carrera con otros clientes. Pintaré para usted cuando quiera, pero no puedo prometerle exclusividad. Seguro usted sabrá comprender.’ 
- ‘Tiene usted razón, no sé en qué estaba pensando. He llegado demasiado lejos con mi pedido.’ 

Y con estas palabras el extranjero se marchó del salón tan rápida y sigilosamente, que el pintor hubiera jurado que se había desvanecido en el aire. 

Al día siguiente el señor Alberti se marchó de la mansión. Estaba contento de volver a su casa, más que nada porque recuperaba su privacidad. Sabiendo además, que lo esperaba una gran cantidad de pedidos, se sentía mejor que nunca. 

Cuando por fin intentó empezar a pintar, el señor Alberti se encontró con que tenía problemas para poder plasmar en el lienzo lo que tenía en mente. Esto no le pasaba desde que había empezado los trabajos para el duque. Se dijo a sí mismo que pronto pasaría, que era cuestión de adaptarse nuevamente a su estudio y nada más. Pero el tiempo pasó, y durante meses Alberti no pudo cumplir con los trabajos que le habían encargado. Éstos empezaban a acumularse y los clientes estaban molestos, y el pintor no sabía cómo responder a sus demandas. Se había quedado sin excusas hacía tiempo. 

Entonces hubo un día en que el pintor estaba sumamente preocupado, sentado en la sala con la cabeza entre las manos, cuando el mayordomo se tomó el atrevimiento de aconsejarlo, pues lo conocía de hacía mucho tiempo. 

- ‘Señor, disculpe usted que lo interrumpa, pero hace ya mucho que no lo veo bien. Creo que es obra del extranjero todo esto que le está sucediendo.’ 
- ‘¿Qué está diciendo? ¿Cómo puede él tener que ver con mi falta de concentración y de talento? Aunque durante mi estadía en su casa no tuve problemas para pintar. Tal vez él pueda ayudarme.’ 
- ‘¿Ayudarlo señor? No creo que lo ayude, más bien lo contrario. No confío en ese duque. Mire lo que sucedió con las pinturas que usted hizo para él. Todos esos lugares son reales señor. O al menos lo son desde que usted los pintó.’ 
-‘¿Qué quiere decir con eso? ¿Ha perdido la razón? ¿Cómo van a existir porque yo los haya pintado? Esos lugares ya existían. No diga tonterías, está divagando. Me voy a la mansión del duque Volttar. Tengo que hablar con él, necesito hacerlo.’ 

Cuando el señor Alberti llegó a la villa de Volttar fue acompañado a la biblioteca, sólo que esta vez el extranjero estaba allí, esperándolo. 
- ‘Buenos días señor Alberti. Esperaba verlo hoy.’ 
- ‘¿Sí?, ¿Cómo sabía que vendría?’ 
- ‘Tuve una corazonada.’ 
- ‘Oh, ya veo. Bueno, lo cierto es que he venido porque tengo problemas para pintar y quisiera preguntarle si es que tiene usted alguna idea de cómo es que… Ah, qué estoy diciendo. No, me haga caso. Disculpe que haya venido a molestarlo’, dijo mientras se levantaba para retirarse. 
- ‘Siéntese por favor señor Alberti. Las pinturas que usted hizo para mí han surgido de su mente tan maravillosamente porque esta casa encierra un gran secreto. Varios artistas han vivido aquí. Yo creo que sus espíritus lo han estado ayudando a… motivarse, sí’. 
- ‘Perdone usted pero yo no creo en esa clase de cosas. No soy supersticioso’. 
- ‘Muy bien. Si lo desea usted puede venir a pintar aquí para ver qué sucede’. 
- ‘Oh no, no puedo aprovecharme de usted de ese modo. Venir aquí sólo a utilizar su estudio y sus materiales. A menos que me pida usted nuevamente la exclusividad a cambio, entonces temo que… que tendré que negarme nuevamente’. 
- ‘No señor Alberti, no le pediré la exclusividad.’ 
- ‘Puedo pagarle por la estadía, eso no es ningún problema para mí’. 
- ‘De ninguna manera señor Alberti, eso no será necesario. Sin embargo tengo un pedido que hacerle. Verá usted, quiero que pinte el retrato de mi prometida.’ 
- ‘Oh, es eso. Muy bien, eso será un placer. Es un trato entonces’. 
- ‘Esperaré a que entregue usted los trabajos que tiene atrasados y luego pintará para mí’. 
- ‘Perfectamente. ¿Vendrá ella de visita?, porque no la he visto aquí la última vez’. 
- ‘No señor Alberti. Lamentablemente ella falleció antes de que yo me radicara en este país. Pero tengo una fotografía que puedo darle’. 
- ‘Lo siento mucho, no lo sabía eso será suficiente’. 

Alberti empezó con el trabajo atrasado y tal como le había dicho el duque Volttar, las ideas empezaron a surgir de una manera sorprendente. Una vez concluidas las obras que tenía pendientes, el pintor comenzó a trabajar en la pintura que el extranjero le había encargado. 

La mujer en la imagen bellísima, de largos y negros cabellos y piel del color del mármol. Tenía grandes ojos claros y una sonrisa cálida. Al ir pintando el retrato, el señor Alberti le iba mostrando los progresos al extranjero, quien a pesar que decía estar satisfecho con el trabajo, no demostraba emoción alguna. 

Cuando por fin el retrato estuvo terminado, el pintor se lo entregó al extranjero quien lo admiró largo tiempo. Éste lo felicitó y le dijo que podía marcharse cuando quisiera o bien que utilizara el estudio el tiempo que lo necesitara. El señor Alberti le dio las gracias y le dijo que lo aprovecharía un tiempo más pues tenía trabajos que terminar. 

Esa noche el señor Alberti no pudo conciliar el sueño. Tuvo terribles pesadillas donde la gente se burlaba de sus pinturas y el extranjero junto con su prometida lo miraban con malicia desde el atelier. Terminaba despertándose sobresaltado luego de sentir que se sumía en la más profunda oscuridad. 

Al otro día se dirigió a la biblioteca para descansar un poco. Cuando el mayordomo entró para servir el té, al señor Alberti le pareció ver pasar a la prometida del extranjero por el corredor. ‘Qué estupidez, eso es imposible’, pensó. Se incorporó súbitamente y salio al de la habitación pero no vio a nadie. ¡Por supuesto!... ¿En qué había estado pensando?, la mujer estaba muerta. Más tarde, mientras pintaba en el estudio creyó ver a nuevamente a la mujer, esta vez caminando por los jardines. Salió inmediatamente del atelier y alcanzó el camino donde creyó haberla visto pero no la encontró. Sólo vio al jardinero podando rosales. 

- ‘Disculpe ¿Ha visto a una señorita pasar por aquí?’, le preguntó. 
- ‘No señor.’, dijo el jardinero con expresión de extrañeza. 
- ‘Gracias.’, contestó y volvió a la casa. Cuando entró al estudio siguió con su trabajo pero no pudo evitar pensar en aquella mujer toda la tarde. 

Aquella noche al regresar a su casa el mayordomo dijo que le habían traído un paquete. 
- ‘¿Quién lo ha traído?’, preguntó el señor Alberti. 
- ‘Una señorita lo trajo esta tarde’, contestó el mayordomo. 
- ‘¿Una señorita? ¿Cómo era ella?’, se podía percibir la ansiedad en el tono del pintor. 

- ‘Pues no lo sé, señor… Alta, de cabellera negra… es curioso, pero no recuerdo bien su rostro’. 

Nervioso el señor Alberti subió las escaleras con el paquete en la mano. Lo que pensaba no podía ser. Cuando se sentó en la cama de su cuarto, dio vuelta el embalaje y vio que un sobre sobresalía de entre el envoltorio, lo sacó y leyó atentamente la nota que venía dentro: 

‘Al igual que usted María, mi prometida, era también una artista. Ella pintaba hermosamente. Tristemente murió muy joven por una extraña enfermedad. l pintar en su estudio usted absorbió su talento, y como sabrá a estas alturas, todo lo que usted pintaba, cobraba vida, al igual que sucedía con María. 
Cuando le pedí que pintara para mí, sabía que usted no era lo suficientemente bueno, pero estaba seguro que con el tiempo mejoraría y acabaría adquiriendo el don que ella poseía. El espíritu de María lo llenaría de idoneidad, sería ella pintando a través de sus manos. 
Y cuando usted se marchó supe que volvería, pues fuera de aquí su trabajo volvería a ser mediocre. Debo confesar sin embargo que ha hecho una obra maestra pintando a mi amada. Ella vive nuevamente gracias a usted. 
Ahora comprenderá señor Alberti, que nadie puede enterarse de lo que sucede aquí. La gente nunca lo entendería. Así es que María y yo le damos eternamente las gracias y le enviamos este obsequio como muestra de nuestro reconocimiento y pidiéndole una vez más, sepa usted guardar nuestro secreto. 
Duque Volttar’. 

Al abrir el envoltorio el pintor confirmó su sospecha de que se trataba de una pintura. En ella estaba pintada una lápida que decía: 
‘Claudio Alberti # 1825 – 1871 #’ 

Y al admirar la pintura en todo su esplendor el señor Alberti murió al instante.

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