Entró en su cuarto furiosa. Otra vez se había cruzado en la sala con Don Mauricio. La mirada de ese viejo ladino, pervertido, la había recorrido nuevamente de arriba abajo en completa desvergüenza. ¡Cómo lo detestaba! Micaela era consciente del anhelo de ese hombre ahora que se había convertido en una mujer; él la miraba con deseo, con ardor, sus ojos se encendían en un profundo afán de tocarla y recorrerla, de tenerla entre sus manos. Estaba segura de que sólo la presencia de los sirvientes impedía que el viejo se abalanzase sobre ella y la hiciera víctima de sus ávidas manos y su boca de fétido aliento.
Sin embargo, no le quedaba otra alternativa que la de seguir aguantando esta situación. Desde que era una pequeña niña vivía bajo el mismo techo. Don Mauricio se había convertido en su tutor desde el día en que su familia muriera en un trágico accidente aéreo años atrás, parecía mentira pero ya habían pasado diez años. Pariente lejano de su padre y dueño de casa, la había acogido, siendo el único familiar vivo que le quedaba. Desde entonces Micaela vivía prisionera de esas paredes tristes y sofocantes porque rara vez gozaba de visitas, mucho menos de la compañía de niños de su misma edad. Siempre se había sentido medio viva, su corazón latía, pero no había verdadera vida en ella, no allí, no sin sus padres. ¡Cómo extrañaba a su madre! Necesitaba sus consejos, su mirada cargada de ternura, su risa, sus caricias maternales, su abrazo acogedor, donde parecía que nunca algún daño pudiera alcanzarle. Percibía en el alma que algo le faltaba, algo que se había esfumado el día en que perdió a sus padres.
Siendo todavía una niña, comenzó a visitar la biblioteca de la casa en que vivía. Don Mauricio poseía ejemplares de las más variadas obras y Micaela parecía encontrar en las palabras de aquellos textos, el solaz y la calma que su espíritu necesitaba. Pasaba horas enteras cada mañana y cada tarde sentada en el mullido sillón de aquella sala, viajando por lugares que consideraba exóticos, inimaginables, algunos insospechados para su imaginación. Remontarse a épocas donde todo era aventura, coraje, valentía y ansia de libertad era aún lo más maravilloso. Con cada lectura se transportaba en cuerpo y alma a aquellos espacios y tiempos olvidados, inventados, nuevos; llevada de la mano del autor abandonaba la casa que tanto la oprimía y había descubierto finalmente que la liberación que tanto ansiaba, había llegado a su vida a manos de las palabras. Palabras viajeras, palabras sanadoras, un bálsamo para la joven Micaela.
Fue cuando alcanzó la adolescencia que se animó a escribir sus primeros textos. En un comienzo se había juzgado incapaz de lograr lo que autores tan pródigos y prestigiosos habían alcanzado. Titubeó muchas veces antes de escribir su primer relato. Había barajado en su cabeza varias historias, descartando de tanto en tanto sus ideas. Otras veces las tenía casi terminadas en su mente, pero sin anotar ni una palabra. Se decidía y se arrepentía haciendo malabares con las ocurrencias que terminaba guardando en un arcón imaginario. “Más tarde” se decía, pero nunca se animaba. Luego de una tarde particularmente fría y lluviosa, se sentó frente al secreter que había en su alcoba, y comenzó a garabatear, aburrida. Empezó por anotar lo que le gustaría hacer esa tarde si estuviera soleado, y así prosiguió escribiendo más y más cosas, sin percibir con qué velocidad y premura surgían los trazos de sus manos. Fue así que al caer la noche vio que podía forjar sus ideas perfectamente y más aún, descubrió alegría; un pesar abandonaba su cuerpo al escribir. Cuando soltaba sus pensamientos a través de la pluma, su espíritu se aligeraba y ella parecía flotar, sin tiempo y sin espacio, ¡se sentía viva! Sólo escribir la hacía feliz, sólo en las palabras plasmadas en el papel encontraba sosiego.
Cuando se hallaba en su cuarto, concentrada en la escritura, quedaba inmersa en su propio mundo por horas. La mayoría de las veces oscurecía y la noche la sorprendía por completo aún escribiendo. La soledad era su fiel compañera, sí, pero algo había aprendido en esos días largos y silenciosos, había mejorado notablemente su redacción. El mutismo y la falta de actividad en la casa se contraponían de modo sorprendente con la vivacidad y algarabía que brotaban de la mente de Micaela. Sus palabras fluían de sus manos como la sangre en sus venas, la voracidad y el ansia con que formaba cada trazo sobre el papel se volvía cada día más pulsante, en su mente y en su cuerpo, como pidiendo a gritos una liberación de sensaciones y sueños, de deseos reprimidos de independencia.
Se dijo a sí misma que cada vez conseguía expresar mejor lo que sentía, lo que pensaba. Descargaba todo su ser en esas páginas que, ante ella, esperaban codiciosas tragarse sus palabras. Era una comunión que se afianzaba cada día más, un lazo invisible entre ella, el papel, la tinta y la pluma. Sus más profundos deseos danzaban escurriéndose desde su mente hasta sus manos para finalmente posarse en las hojas expectantes. Terminada la obra, Micaela quedaba laxa, liviana, satisfecha. La tinta y el papel eran instrumentos mágicos en su vida, íntimos amigos, formaban con ella un solo ente y le otorgaban libertad.
La noche luego de ese encuentro fugaz con Don Mauricio que le dejó a Micaela un sabor amargo y una sensación de opresión en el pecho, se sentó frente al secreter una vez más y volcó todo su enojo y su impotencia, buscando mitigar el vacío, la pena y la rabia que llevaba dentro. Las palabras hacían eso por ella, le concedían ese deseo. Había fidelidad entre ella y sus escritos, éstos nunca la defraudaban. El viejo la hacía sentirse atrapada, como una mariposa en una red, que en medio de su vuelo libre y eterno, se vio capturada sin salida aparente. El escape era una ilusión, un espejismo que se esfumaba ante sus ojos para mostrarle siempre las mismas cuatro paredes de su prisión. Con todo, ella había triunfado, había logrado la fuga a través de la pluma.
Así y todo, con ese revuelo de emociones confusas que surgían de la mezcla de opresión y libertad, la joven había decidido buscar algún día la independencia total que tanto ambicionaba. No quería transformarse en un ser amargado que guarda todo resentimiento ante lo injusto de la vida, ni tampoco en una persona temerosa que no sabe ni puede defenderse de las amenazas que surgieren. Había visto muchas mujeres así en la ciudad y se juró que nunca se convertiría en una de ellas, pasara lo que pasara. Es así que para conservar su espíritu y mente libres, se dedicó a escribir y lo hacía como si en ello se le fuera la vida.
Luego de haber escrito toda una noche, la mañana siguiente la sorprendió dormida sobre la cama. No recordaba cómo había llegado hasta allí, sólo recordaba haber estado escribiendo, frenéticamente la tarde entera. Todavía traía puesta la ropa del día anterior, por lo que asumió que cansada como estaba y casi en trance como quedaba cada vez que terminaba de escribir, debió de haberse acercado a la cama y allí, el cansancio la había vencido dejándola extenuada tendida sobre el cobertor. Se incorporó medio sonámbula y a medida que fue ganando energía, conjuró fuerzas para cambiarse el atuendo. Mientras se vestía, sintió pasos fuera de su cuarto. Se giró para quedar de frente a la puerta y vio la sombra de alguien parado tras ésta. De manera instintiva se cubrió la desnudez con el vestido que llevaba en el brazo, y vio que la manija se movía. Ahogando una exclamación, trató de recordar si había cerrado la puerta con llave y no pudo traerlo a la memoria. Cerró los ojos y rezó en silencio, pues sabía que era él. Sólo podía ser Don Mauricio, los sirvientes siempre golpeaban antes de entrar en la recámara. Una risa se escuchó por lo bajo y la manija reboto sobre sí misma, como si la hubieran soltado de golpe. La sombra y las pisadas se fueron alejando y supo que el viejo había desistido. Quizá ahora, además de quererla para él, gozaba también con atemorizarla; ejercer ese poder de hacer lo que se le antojase, porque ella no tenía a quién ni a dónde recurrir, seguramente lo dotaba de placer.
Pasó el día bordando, paseando en la costanera siempre con las damas de compañía que la seguían a sol y a sombra por orden del patrón. Fue al mercado, a las sederías y a casi todas las tiendas aunque no comprara nada. No quería volver, quería prolongar esa salida lo más que le fuera posible. Compró víveres, cosméticos y telas para confeccionar nuevos vestidos. Todo lo hacía con la mente ausente, ajena al lugar donde se hallaba y a las actividades que realizaba; sus pensamientos siempre centrados en su próxima historia. Siempre era así con Micaela. Las empleadas que la acompañaban en su día de compras le dirigían la palabra para entablar conversación, trataban de incluirla en la plática en la esperanza de que saliera de su ensimismamiento y participara de la realidad que la envolvía, reconociendo en el fondo que era en vano, pues conocían bien a la joven y sabían que ella vivía sumida en su mundo de fantasía.
Cuando llegó a la casa se desembarazó de todos los paquetes que los sirvientes se aprestaron a guardar. Se dirigió entonces hacia su cuarto y al doblar el recodo del pasillo, lo vio. Don Mauricio la miraba con ojos hambrientos. Ella, nerviosa, se quitó los guantes y percibió que las manos le temblaban. Le rehuyó la mirada y quiso evadirlo, pero el hombre la tomó de la cintura con fuerza y la retuvo presionando su cuerpo sobre la pared. Ella no levantaba la mirada del suelo, él le elevó el rostro colocando su mano bajo el mentón y la obligó a mirarlo. En la mirada se le adivinaba la intensión y Micaela se desesperó. Con la otra mano, que no había abandonado la cintura de la muchacha, el viejo comenzó a subir por el torso de ella que lo miraba como suplicando. En ese momento en el que la joven se dio cuenta de que él no abandonaría lo que se había propuesto, tomó coraje y le estampó una bofetada con una fuerza de la que no se creía capaz. Enseguida salió corriendo hacia su cuarto y cerró con llave.
El dueño de casa llegó rápidamente y comenzó a golpear la puerta de forma insistente. Ella, desesperada, no sabía qué hacer. Mirando en derredor por toda la recámara como en busca de una salvación, dio con el papel y la pluma que descansaban sobre el secreter. Los golpes en la puerta eran cada vez más fuertes ¡y los sirvientes no hacían nada! ¡Claro que no! Le tenían miedo al señor de la casa. ¡No podían quedarse sin trabajo!
Micaela tomó la pluma y mientras la mano le temblaba descontroladamente comenzó a escribir: “…los golpes cada vez más fuertes en la puerta del cuarto de la joven la hacían vibrar, creyó por un momento que su predador la tiraría abajo y ella estaría perdida, pero su tutor estaba viejo, y empezó a sentir un repentino dolor en el pecho. En ese momento los golpes se detuvieron en seco y un sonido corto y brusco se oyó fuera de la recámara…”
En ese instante Micaela soltó la pluma. La sorprendió el silencio que de pronto reinaba en la casa. Luego escuchó pasos presurosos que se acercaban a la puerta de su cuarto. Oyó al ama de llaves balbucear algo, pero no podía comprender qué era lo que decía; se sentía confundida, como en trance. ¡Sí, eso era! Como salir de un sueño profundo.
Emergió de su ensimismamiento casi brutalmente, cuando oyó decir a la mujer del otro lado de la puerta:
- ¡Llamen al médico! ¡Ayuda por favor, el patrón está muerto!

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