En una lejana aldea situada en las montañas del Himalaya una mujer caminaba en busca de agua acarreando dos cubetas viejas. Como su marido había muerto, los niños pequeños quedaban en la choza aguardando su regreso. Todos ellos tenían prohibido acercarse al lago, pues ninguno sabía nadar.
El más pequeño de los hijos, que poseía una salud delicada por una enfermedad que padecía de nacimiento, era sin embargo el más curioso e inquieto de los hermanos. Aquel día había decidido seguir a su madre y llevaría un pequeño jarro para ayudarla a cargar más agua. No sabía el pequeño que el camino era tan largo y agotador, pero ya no se animaba a volver sobre sus pasos. Exhausto, divisó la figura de su madre llenando una de las cubetas y balbuceó “madre…”, casi como en un suspiro, colapsando en la orilla; la cara sobre el agua helada.
La mujer corrió a socorrerlo y enseguida le quitó las ropas mojadas, y lo cubrió con su poncho para evitar la hipotermia. Lo cargó hasta la aldea y esperó en una angustia eterna a que despertara. El niño así lo hizo. La madre le vio el rostro iluminado y de mejillas sonrosadas, como con una tibieza interna. Rozagante, lucía una lozanía que nunca había tenido.
Pasados los días comenzó a correrse el rumor de que el niño había sanado gracias a una cura milagrosa, por lo que todos le preguntaban a la madre si algo inusual había ocurrido. Ella sólo supo decir que el niño había caído al agua. Allí y entonces comenzó a pasar de boca en boca, la anécdota que hizo de aquel lugar una fuente de salud, y lo cierto es que luego de la historia del niño, varias personas que acudieron al lago habían sanado de diversos males.
La historia llegó a oídos de un hombre ciego. Aunque éste nunca se había debatido entre razón y superstición, al saber de las propiedades del agua del Himalaya, no dudó en viajar a Nepal para sanar su dolencia.
Luego de un viaje que le pareció interminable llegó a la aldea nepalí, y preguntando entre los habitantes accedió a que una mujer lo llevara hasta la costa. La mujer, madre del primer niño sanado, percibió algo en aquel hombre, cierta prepotencia y negatividad. Lo acercó a la orilla y el hombre se arrodilló. Bañó sus manos temblorosas en el agua, y aguardó. Mantenía los ojos cerrados y apretados; cierta ansiedad y temor le impedían abrirlos.
Finalmente tomó coraje y los abrió. Una negrura lo alcanzó y penetró hasta lo más recóndito de su mente. Sin embargo una sonrisa trémula asomó en su rostro. La mujer entonces le preguntó:
- “Señor, ¿ya puede ver?”, y el hombre le dijo entre sollozos:
- “Señora, mis ojos solo ven oscuridad, pero mi alma…,¡Mi alma señora…! ¡Cuánta luz, cuánta claridad! Para mí la razón de vivir estaba hasta hoy tan oculta como lo están mis lágrimas en este espejo de agua.

Comentarios
Publicar un comentario