La última vez que hablamos fue en casa de mamá. Pensar que yo había ido con la mejor de las disposiciones, va, como siempre; ni me esperaba lo que pasó.
Sentados a la mesa hablamos de cosas triviales al principio y sin darme cuenta, de pronto hablando sobre otras cosas, llegaron las palabras hirientes de su parte.
No entendí porqué, ¿o sí? ¿Es que hay algo que lleva dentro y que aun no me ha dicho? ¿Hay algo que hice, dije o que se interpretó mal? No lo sé, no puedo saberlo y tampoco voy a pasar tiempo dándole vueltas al motivo porque me quita la energía, me deja exhausta, angustiada y claramente no puedo saber qué pasa en la mente de otros, aunque esos otros sean de mi familia.
Me despedí con un sabor amargo, palpitaciones que me retumbaban en el pecho y las lágrimas a punto de desbordar. Para no hacer una escena y no causarle más pena a mi mamá, me fui.
Después de aquel día, poco a poco la distancia creció entre nosotros y así el tiempo pasó. Hasta que llegó un día especial, muy especial para mí. El día de mi casamiento. Estaba feliz, desbordante de felicidad. Una tibieza habitaba en mi pecho, esa sensación de calor, de hogar, de amor que siento cada día de mi vida que comparto con él y que hoy se deja ver aun mas cuando me miran a los ojos.
Me encuentro frente al espejo, con mi vestido, simple, delicado y tan bello a la vez. En el reflejo veo que la puerta se abre, lentamente y veo un rostro que no esperaba ver.
Miro en sus ojos que me recorren completa y veo un atisbo de arrepentimiento, de un no saber qué decir, qué hacer… ¡Estaba tan enojada, tan dolida en realidad!
Noto en su cuello que traga con dificultad y luego carraspea para decir algo… Me parece oír algo, pero en verdad sus palabras se agolpan en su boca y de sus labios brota un “estás hermosa”, suave, breve y trémulo. Luego de eso, solo hay silencio.
Me doy cuenta, cuando lágrimas mojan mis manos, de que ya le he otorgado mi perdón, y me he perdonado a mí misma, por lo que sea que fuera, no tiene importancia. Nos estrechamos en un abrazo conciliador y sanador tan profundo que no percibimos los pasos de nuestra madre al entrar, solo el calor de su cuerpo alrededor de los nuestros.

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