Paseaba por el barrio de Recoleta y me dije… ¿por qué no? Me decidí a visitar la casa, que en ese barrio, por un motivo u otro siempre me había causado curiosidad. Debo confesar que el deseo de comprobar si desde afuera se percibía algún sonido, como el que los hermanos habían escuchado, me causaba total interés.
Caminando llegué hasta la puerta cancel que custodiaba la entrada de aquella casona, que aunque vetusta, no carecía de encanto. Intrigada recorrí el frente hacia uno y otro lado donde asomaban las ventanas de los dormitorios, sin embargo, completamente cerrados, los postigos no dejaban entrever nada.
Antes de irme decidí hacer contacto con aquella entidad pues, si bien no había nada especial en ella, sentí como si alguien me impulsara a hacerlo. Extendí mi mano como para asir el picaporte y para mi sorpresa, con tan solo un roce de mi mano temerosa, la puerta cedió y me mostró el interior del edificio. Miré a mi alrededor para ver si alguien más estaba presenciando lo sucedido, pero la gente que circulaba cerca de mí caminaba absorta en otra realidad sin notar mi presencia.
Ciertamente ni lo pensé, asomé la cabeza en el zaguán y entonces me vi inmersa por completo en la casa. Empecé a caminar y llegué al inmenso living que estaba completamente vacío, excepto por los muebles, claro. Me detuve al escuchar susurros. Agucé el oído lo más que pude y retomé la marcha que no detuve hasta alcanzar el comedor. Las voces se intensificaron y de golpe cesaron. Irene, su hermano y Julio Cortázar me miraron sin asombro aparente. Ante mi perplejidad, sin embargo, el escritor hizo un ademán con la mano para indicarme que me sentara.
Me vi compartiendo la tarde con aquellas tres personas, tomando té con masas y departiendo sobre la vida. La puerta de roble macizo estaba abierta. Un álbum de estampillas descansaba en la mesa junto con libros de literatura francesa. Más allá, sobre una de las sillas, había una canastilla con ovillos de lana y un tejido a medio hacer. Volví la mirada hacia mis anfitriones que cálidamente conversaban. Cortázar posa su mirada en mí y me pregunta, “¿y qué opinas?”…
- ¿De la casa? Es hermosa, pero no entiendo… ¿Por qué irse y no luchar por ella? Descubrir el origen de los ruidos... ¿No sintieron curiosidad? ¿Cómo abandonar el hogar sin saber qué estaba pasando?
- ¡Ah! Las respuestas, me temo, dependen de cada lector. De hecho esa es una de las premisas del texto. ¿A qué crees que se debían los ruidos?
- No lo sé… no estoy segura. ¿Y cómo es que están todos aquí nuevamente si arrojaron la llave a la alcantarilla?
Me distraje al notar una figura femenina que se asomaba por una de las ventanas del comedor que daba a Rodríguez Peña. “¡Es María Esther!” - dijo el hermano de Irene -. Me sorprendí, pues suponía que la muchacha había fallecido hacía tiempo. “¿Cómo es posible?” - pronuncié sin querer en voz alta -.
- Es que acabo de escribirlo. La pluma del escritor todo lo puede, en sus dominios, claro – declaró el autor -.
María Esther había cruzado el umbral tras la puerta cancel e ingresaba al comedor. “Hola” - le dije tímidamente -, “Buenas tardes” - respondió con tono cordial y me llamó por mi nombre -. ¿Cómo podía saberlo? Supuse que la magia de Julio (como lo llamo aquí, dentro de la casa) tuvo algo que ver con eso y con el hecho de que las llaves hubieran vuelto a las manos de los propietarios. Los cuatro conversamos largo tiempo y a la hora de la cena me despedí de ellos prometiendo que volvería. Salí de allí maravillada pero con las mismas preguntas con las que había llegado.
Ya en mi casa, dejé las llaves y la cartera en el recibidor y me senté en el sillón pues estaba cansada. Debí de quedarme dormida; desperté horas más tarde sin entender muy bien dónde me encontraba. Saliendo de la somnolencia, ya despabilada y desperezándome exclamé, ¡Pero qué sueño tan peculiar he tenido!

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