Llegué a lo de Ana María
a las 7 de la tarde. Ya había merendado en casa así que estábamos listas, junto
con las otras nenas, para jugar hasta la hora de la cena y así lo hicimos.
Jugamos a la escondida y,
aunque sé que los papás no tenían problema en que jugáramos por toda la casa,
me di cuenta de que no los dejábamos escuchar la tele mientras correteábamos de
aquí para allá, riéndonos entre dientes y por lo bajo tratando de no delatar
nuestro escondite.
También intercambiamos
figuritas de colección para el álbum del momento y nos hicimos de un lápiz
labial de la mamá de Ana María, casi gastado del todo, para probarnos cómo nos
quedaban las boquitas pintadas (¿qué cosa no?).
En medio de aquellos juegos y
pasatiempos, el cielo celeste se fue tiñendo de naranja y el naranja se fue enamorando
poco a poco del azul, que cada vez más profundo quedó salpicado de estrellas. Así llegó la noche que había pasado desapercibida para nosotras hasta que escuchamos el llamado de la mamá de
Ana María anunciando la cena.
Ya con la pancita llena, nos
fuimos todas al dormitorio y salió ‘dígalo con mímica’ y ‘adivina el personaje’, lo que nos entretuvo largo rato. Bien entrada la noche, cansadas aunque
renuentes a dormirnos, nos fuimos haciendo amigas de las almohadas una a una y,
en poco tiempo, entre el titilar de las pequeñas estrellas comenzamos a soñar.
Me desperté en mitad de la
madrugada y vi a Ana María con una linterna bajo la sábana. Me acerqué
sigilosa para no despertar a las demás. Ella me miró y me hizo ‘shhh’ con el
dedo índice sobre la boca. Me mostró que entre sus manos tenía un libro con un
caballo negro en la tapa; “Black Beauty” leía.
‘Se llama Azabache’, me dijo en un susurro. Me diría, mucho más tarde, que se lo sabía de memoria pues lo venía releyendo una y otra vez desde que se lo habían regalado hacía tres años . Allí y entonces empezamos a compartir juntas el amor por la literatura, en una noche estrellada de 1960.

Comentarios
Publicar un comentario