Cada mañana el sol sale y calienta suavemente primero, intensamente después, los cristales mi ventana. Desde aquí contemplo muchas cosas. Los árboles de verdes copas frondosas en verano, que tímidamente reverdecen en primavera, para volver a desnudarse en el frío otoñal que va anunciando el invierno.
Veo las aves que, en las ramas de aquellos estoicos señores de madera, se posan y anidan allí justamente, en el Jacarandá de la puerta de mi casa. En las mañanas estos pajaritos piden con un potente piar el alimento a su madre que sale en su busca, aguerrida y determinada.
Los niños que salen de la escuela y pasan riendo y jugando. La vecina de enfrente, levemente encorvada, con sus canas envueltas muy prolijamente en una redecilla y con su antigua bolsa de las compras en mano, va y vuelve siempre a las 10. Los perros que tiran de las correas en el racimo del paseador, ladran y se olfatean.
Don Antonio el diariero, que desde antes del alba ya está desarmando los paquetes de periódicos y acomodándolos en el puesto. Los autos, las motos y las bicicletas vienen y van retumbando entre calle y calle. También jóvenes en patines “rollers” y patinetas pasean los fines de semana. Todo es vida, color y movimiento.
Sin embargo, la vida tiene muchas facetas y también tiene grises y oscuros. Así, a través del ventanal puedo ver a este señor de piel curtida, cabellos grises salpicados de amarillentas canas que, junto con la barba larga, le cubren la mayor parte el rostro. Aun así, logro ver los profundos surcos de sus arrugas, esas que circundan los ojos, ojos que en él son pequeños, lucen brillosos y cargados de melancolía.
No sé su nombre pero sé que es el hijo de alguien y quizás el hermano de alguien, o sea padre o también el esposo de alguna mujer, y me pregunto qué le ha ocurrido para que hoy su única compañía sean la soledad, el frío de la noche, el silencio atronador de no intercambiar palabras y las miradas furtivas y cargadas de prejuicios de los peatones.
De pronto me digo que yo, en el cobijo de mi casa lo miro a través de los cristales y me quedo con estas preguntas sin contestar. Hoy, en la cocina, revuelvo en la olla una sopa suculenta con fideos y un poquito de carne. La pongo en un cazo pequeño, me abrigo y cruzo la calle. Me acerco y recibo una mirada dubitativa. Estiro la mano y le ofrezco la sopa. Lo saludo, me presento y le pregunto su nombre.
Por debajo de la barba se asoma una sutil pero indisimulable sonrisa y al mismo tiempo una lágrima se quiere escapar de sus ojos, estoy segura que es debido a mis palabras más que a la comida. Sé que de alguna forma le acaricia el alma saber que a alguien le importa. Asiente con la cabeza en señal de agradecimiento y con una voz un tanto rasposa, quizás por la falta de uso o por la emoción, me regala un ‘Gracias’.
Ahora sé su nombre y un poco de su historia y además tengo un propósito. Voy a hacer lo que esté a mí alcance para que desde mi casa ya no alcance a verlo y que de alguna manera, él también esté arropado detrás de una ventana y pueda ver desde allí los árboles, los pájaros y los otros colores de la vida.

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