Nostalgia de Domingo - RELATO BREVE

La hija de Fernández, oficial de policía, había salido de la Facultad el viernes llevando un par de libros, un cuaderno y una birome en la mochila, no mucho más; unos pañuelitos de papel quizás y la Sube para viajar en colectivo. Se quedó en lo de una amiga a dormir el fin de semana para estudiar para el examen de sociología. El domingo a la tardecita, al salir para su casa, sacó el celular de uno de los bolsillos para avisarle a su padre que iba en camino. 

No llegó a oír los pasos que, amortiguados por las suelas de las zapatillas, iba dejando el ladrón en el asfalto mientras corría hacia ella para arrebatarle el móvil. Tampoco oyó el grito de aquel niño, que descalzo y andrajoso, pedía limosna sentado frente a la panadería de la cuadra. No lo oyó, porque no gritó, no había podido. Le había quedado la voz atrancada en la garganta, mientras la carita sucia, enmarcada por el cabello enmarañado, se le trasformaba en una mueca de miedo y tristeza. 

Sin embargo, la piba, como la llamaba su padre, notó la expresión cambiante en el rostro del pequeño y se dio vuelta súbitamente para encontrarse con la cara de aquel hombre que pretendía robarle. Ella, en el afán de escapar, sólo atinó a revolear el teléfono y correr lo más rápido que pudo. “¡Que imprudente!”, pensaría más tarde mientras, aun temblando de nervios, le contaba esto a su padre al llegar a su casa. 

El ladrón corrió hasta el lugar donde el celular había caído. Se vé que, al caer sobre unas cajas desvencijadas que estaban en la vereda, no se había roto porque el hombre esbozó una sonrisa ladeada de satisfacción; no obstante un escalofrío invadió el cuerpo de la chica cuando el perpetrador se recorrió con el dedo índice la garganta, de un lado al otro, en un claro gesto de amenaza hacia ella. 

El pequeño miró como la joven seguía corriendo a lo lejos, gritando: “¡Policía, policía… me robaron!”, mientras a él le rugían de hambre las tripas. “¡Qué poco junté hoy! Apenas unos pesos”, pensó. “Sólo espero que no me castiguen mucho”. A veces dudaba si era mejor no volver. Además de la falta de alimento, de higiene y de un techo, al niño le faltaba el amor de sus padres. Sólo volvía por su hermana, que lo cuidaba y que, a veces, recibía los golpes por él. 

Pero esa tarde, la suerte no estuvo del lado de la muchacha. Empuñando un arma que le pesaba en las manos y que su padre le había obligado a llevar, la chica temblaba. “¡Llevála te digo! ¡Sino ese chino mugroso no te va a dar nada!”. Sintió alivio cuando vio que el dueño del supermercado leyó en su mirada que sólo quería irse de ahí con algo de comida. Justo esa tarde, lluviosa y nostálgica, habría necesitado que el Chueco no estuviera de licencia y que Sosa no fuera el policía suplente que acompañó a Fernández. 

Después de hacer la denuncia en la comisaría, la hija de Fernández compró unos sanguchitos en la panadería y se los llevó al nene que seguía pidiendo limosna sentado en la vereda de enfrente, él se los aceptó pero la tristeza de su carita no lo abandonaba. Cualquiera hubiera dicho que de alguna manera supo que esa tarde la nostalgia se había transformado en tragedia, cuando la bala del arma de Sosa atravesó el pecho de su hermana que cayó sobre el piso de aquel supermercado chino soltando el arma descargada.


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