
Tenía 8 años. Nunca lo había visto antes. Había oído hablar
de él. Algunos de mis amigos ya lo conocían y otros, como yo, todavía lo imaginábamos sólo en sueños.
Me preparé muy emocionada para aquella mágica aventura. Mi
mamá preparaba las valijas sobre la cama guardando cosas que traía de aquí y
allá. Mi papá acondicionaba el auto para asegurarse de que todo funcionara bien.
Mis hermanos se quedarían con mis abuelos; este era un viaje
para nosotros tres. Íbamos a hospedarnos en un hotel; nunca había dormido en
otro lugar que no fuera mi casa, asique eso también era nuevo para mí.
Estaba ansiosa y feliz. Mi
sonrisa muy grande y mis ojos lo buscaban mientras íbamos llegando paseando la vista de las
ventanillas al parabrisas y viceversa. “¿Ya llegamos?”, preguntaba cuando un
olor que nunca había sentido llegó hasta mi nariz.
“Falta muy poquito” dijo mi papá, y ahí nomás mamá me dijo, “Ahí está
hija, ¿lo ves?”. Yo no sabía cómo era y lo vi sin darme cuenta. “No, no lo veo
Ma”. "Eso verde que se ve allá a lo lejos, ¿ves?". “¿Eso es?”, quedé confundida. No estaba
claro para mí comprenderlo en su totalidad.
Pasaron unos minutos cuando papá estacionó el coche y bajamos
los tres. De la mano de mamá nos fuimos acercando. El viento me soplaba el
cabello. La brisa estaba fresca y húmeda. Se oía un rugido de fondo pero no
sentí temor.
Descendimos por unos escalones de madera y ahí finalmente llegamos. La
arena me recibió con su cálida presencia. Me sentí aún más pequeña que nunca
antes. La inmensidad del mar, que con olas de crestas espumosas vino a mi
encuentro, era hasta ese entonces inimaginable para mí.
Estrené el balde, la palita, el rastrillo, y por supuesto mi hermosa mallita amarilla con volados. ¡Qué felicidad! Majestuoso señor, misterioso de noche, cautivante de día, calmo y bravío, verde y azul. ¡Qué hermoso eres!
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