La Chelista - MICRORRELATO

 

Todavía sentía el vibrar de las cuerdas en las yemas de los dedos. El arco y el chelo descansaban en el estuche, exhaustos pero absolutamente extasiados por la música que habían parido.

Mis pasos rompían el silencio de la noche mientras caminaba hacia la estación del subte para regresar a casa. Tac, tac, tac, las suelas de mis zapatos le arrancaban ecos a los escalones; pequeños gritos ahogados de aquella soledad circundante.

Me adentré en las fauces de aquel medio de transporte, absorta en mis pensamientos. Horas y horas de práctica. Mucho sacrificio; había valido la pena. Nada se comparaba a la fascinante sensación que te deja el cuerpo tiritando de emoción. Aquella madera, las cuerdas, aquel sentir que me hacía volar hacia un lugar en el infinito y el espacio.

De pronto, ya en el andén, veo la luz de la formación que va llegando. Subo al vagón casi por inercia; está lleno, en total contraste con la realidad del afuera. Algo me cosquillea en todo el cuerpo. Pido permiso, me acomodo contra una de las puertas y abro el estuche.

Los acordes brotaron casi sin pedir permiso; se mudaban desesperados, con aire irreverente, desde mis manos hacia el instrumento. Perdí la noción del tiempo; un aplauso rotundo, que me alcanzó como el rayo que anuncia la llegada del trueno, me volvió al presente.

La transformación de aquellos rostros de muecas tristes fue la más grande satisfacción. Me sentí plena. Bajé del tren dejando las sonrisas suspendidas en las notas que todavía flotaban en el aire del coche. Tac, tac, tac, mis zapatos le roban a las baldosas.


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