
El
atelier seguía un orden dentro del caos que cualquiera pudiera percibir. Él era
meticuloso en su trabajo, una pasión lo invadía y le manejaba la mano
haciéndolo bailar delante del atril. Los trazos eran casi bocanadas de aire fresco para él. No imaginaba pasar un día sin dibujar. Líneas, rasgos esfumados,
manos de dedos manchados de negro; todo era como un cuadro en sí mismo.
La
noche que comenzaba a tragarse el atardecer, completamente desvergonzada repartía estrellas en su avance. La luna alumbraba los coloridos aunque
gastados mosaicos del antiguo patio de aquella casa chorizo. Su resplandor parecía la única fuente de luz, el resto de la casa reposaba en sombras misteriosas.
El
artista dibujaba afanosamente. Sus manos iban y venían en una danza frenética
de trazos. Una línea comenzó a esbozar una pierna que pronto fue convirtiéndose en el esbelto cuerpo de una mujer. El hombre quiso corregir la incipiente figura
pero, de algún modo, se sintió incapaz de hacerlo. Lo intentó nuevamente pero fue
en vano, solo pudo continuar el surco que ahora pretendía a toda costa
abandonar el papel.
La iluminación casi mortecina del resto de la casa de pronto se avivó. Un brillo enceguecedor surgió
de la casa y atravesó puertas y ventanas. El artista pudo verlo desde el atelier cruzando el patio. El fulgor era tan fuerte que hasta pareció romper el
silencio de la noche, aquella majestuosa luz alcanzó su cuerpo y pareció abrigarlo
con un calor hasta ahora desconocido para él.
En
ese momento la línea se apoderó de sus piernas, el blanco y negro de la mujer
se tiñó de colores y toda ella surgió del dibujo para dar sus primeros pasos
silentes. El dibujante se estremece, suelta la carbonilla que cae al piso, sin
pensarlo se entrega a esta extraña realidad. No le importa si sueña… Claudica
ante el deseo que aquella mujer le despierta.
Aquella
noche donde el plenilunio los bautiza en su andar, sigilosos, cuatro pies pisan
antiguos mosaicos. Devorados, desaparecen expectantes en la oscuridad de una
casa muda.
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