
Abrió la puerta y le cedió el paso. Ella entró con pasos firmes, elegantemente vestida. Le dio la espalda para que él le quitara el abrigo, así lo hizo y lo colgó en el perchero. La condujo a su habitación; sobre el escritorio en un rincón había dos copas. Brindaron a su salud. Ella se sentó sobre un taburete y, a modo de musa, se quedó allí, callada, sublime, misteriosa. Él no tenía que mirarla, solo tenía que dejarse embriagar por su presencia.
Así fue. Tomó el bandoneón y dejó brotar las notas que iban liberando su amor a flor de piel, su congoja y su tristeza, esa profunda tristeza que lo ahogaba y le pedía soledad. Como lágrimas, los acordes inundaron la habitación. La musa parecía inmutable, estoica, sin embargo, un llanto mudo le recorría la nívea piel de su rostro. Después de ejecutada la obra, el hombre la acompañó a la salida, ella se marchó tan silente como había llegado.
Astor plasmó aquella tarde una de sus piezas más hermosas y emblemáticas, en un rincón de aquella habitación, que a modo de refugio los contuvo a él y a su musa. Juntos habían dejado su huella en un pedacito de la historia a través de un inolvidable y emocionante lamento, una melodía en la que, poco a poco, despedía a su amado Vicente, con un ‘Adiós Nonino’ que, desde entonces, ha tocado el corazón de miles.
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