Obra de Tobby - MICRORRELATO

Salí a caminar en una de estas tardes frías de julio. Mi mente un torbellino de ideas; trabajo, cosas de la casa, proyectos incompletos… En medio de ese remolino el viento se abrió paso, movió abruptamente a las hojas secas, que livianas y crocantes agradecieron el viaje, al igual que mis pensamientos..

El cabello se me alborotó, volando de aquí para allá y una de aquellas hojas me tapó los ojos; era grande, seca y rígida. Pestañeé sin poder resistirlo tratando de no lastimarme y con una mano me quité la hoja del rostro, sintiendo sus pequeños arañazos al rozar mi piel ya enrojecida por el frío invernal.

Un perro dobló la esquina al galope y me sorprendió dirigiéndose directo a mí como atraído por un imán. Sin tiempo a reaccionar solo pude emitir un pequeño gritito ahogado de susto y sorpresa. Una voz dulce y medio ronca llegó a mis oídos. “¡Tobby, Tobby!”, llamaba.

El dueño del perro venía corriendo tratando de alcanzarlo. Agitado, se detuvo ante mí y sólo entonces me percaté de que el animal estaba sentado a mi lado, quieto, impertérrito, esperándolo, como diciendo, “Aquí está ella… ¿Qué te parece?”, ¿O lo imaginé?.

El muchacho posaba la mirada en el can y luego en mi y viceversa. Solo atinó a sonreír. Allí descubrí esos inmensos ojos verdes, rodeados de negras y gruesas pestañas arqueadas y una sonrisa que madre mía. Yo, por mi parte, me descubrí acariciando la cabeza de Tobby, sin poder apartar mi mirada de la suya, donde me vi reflejada.

La suavidad del pelaje canino era mi única conexión con el presente. Mi miedo a los perros se había esfumado, en esa pequeña brecha entre el hoy, el ayer y el mañana donde mis ojos cafés y sus ojos verdes se decían mutuamente, “Te encontré”.  


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