Antes de que dieras vuelta la esquina ya te estaba extrañando. Eras como un globo que se aleja y que nadie sabe hacia dónde va. El viento lo lleva, lo mece y lo acompaña un trecho, luego lo despide en algún mágico portal.
Así, aquella noche de cielo estrellado y en medio de un coro de grillos te dije ‘adiós’. Tú me dijiste ‘hasta luego’ pero yo temí lo peor. La guerra es cruel e incierta. Las garras de la muerte no miran a quién, solo arrasan. Quién sabe el destino de los que marchan vestidos de incertidumbre.
Lágrimas contenidas brotaron en tu ausencia, porque no quise que me vieras llorar. Mi sonrisa siempre fue tu alegría y tu fortaleza y por eso antes de aquel último beso ardiente te la obsequié plena; los ojos secos, el alma rota.
Leí tus cartas. Casi podía escuchar tus palabras traspasando las paredes, las distancias, los cielos. La ansiedad y el temor me invadieron al oír las noticias en una noche de julio y saber que varios aviones habían sido derribados. Silencio sepulcral. No más cartas.
Las noches sin horas, los días sin tardes ni sol. Un vacío que abruma decora mi casa, mi vida y mi ser. Ya no se de tí. Acepto, desde lo más profundo, que te he perdido. Mis ojos bañados miran al cielo y una bandada de aves corona las nubes vespertinas.
Suena el teléfono en un agosto despiadado de soledad y duelo. No sabemos que el fin de la guerra está cerca. Sin embargo, aunque lo supiera, en estos días poco me esperanza, nada me alegra y todo me hiere. Las emociones a flor de piel te dibujan en todo lugar y el aire solo lleva tu perfume.
Una voz en la línea me dice que estás vivo. Te has salvado. Un rescate y un refugio para tanta violencia y tanto dolor. Sin saberlo me han salvado a mi también. Ya mis horas visten de colores y los sonidos comienzan a contarme cosas nuevas. La música parece llegar a mis pies y a mi alma. Ya voy a tu encuentro…

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