Aquel viejo piano, su amigo, compinche, su alma gemela en el centro del salón. Arriba de una plataforma, más arriba que el resto, iluminados por luces perfectamente dispuestas, ambos animaban la noche.
Su cálida madera, de un negro charolado, belleza tan sublime de brillo y esplendor. ¡Cómo le alegraba el espíritu! La magnífica cola cobijaba las cuerdas que, a veces en agonía y otras en plena dicha, expresaban su sentir. Después de una noche estrellada, llena de cócteles, miradas sugestivas y conversaciones, llegaba el silencio.
‘Azabache y marfil, fiel reflejo de mi alma. Tus notas me han acompañado toda la vida. Que haya sido ésta para tí también una velada memorable’, fueron las palabras pronunciadas esa noche. El pianista se levantó del taburete y, casi como en una reverencia, con una caricia de sus delgados dedos cubrió suavemente las teclas del piano dormido.
Un presentimiento invadió al instrumento y lloró. Su estertor sin embargo fue mudo. Su alma se rompió y la mañana siguiente cuando se enteró de la muerte del pianista abrazó el silencio. Nuestros mejores años se han ido. ¡Buen viaje, amigo mío!
Dijeron tiempo después que nadie más pudo tocar aquel piano. Con solo acercarse los pianistas percibían su duelo eterno y, como en homenaje, sus cuerdas ya no pudieron vibrar, y la música que rememoraba quedó guardada por siempre en su corazón.
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