Se citaron en una noche de sábado. Ambos habían pasado el día solos, como casi todos los días. En esa oportunidad esperaban la noche para volver a verse. Prepararon cuidadosamente sus ropas, zapatos y perfumes. La mujer también preparó pulseras y aros, en tanto que el hombre eligió gemelos y corbata.
Ambos listos, y un tanto nerviosos por el encuentro, salieron de sus casas. Caminando por la calle inspiraron el aire fresco y nocturno, miraron las estrellas que los cubrían y sintieron esa libertad única e incomparable que da el saberse enamorado, donde nada más importa.
La primera vez que se vieron fue en una tarde de otoño, caminando por el barrio. Iban en direcciones opuestas pero, al cruzarse, no se privaron de mirarse el uno al otro con detenimiento, aunque con respeto. Se saludaron como por cortesía pues no se conocían.
Una amistad se formó aquel día y se fue enriqueciendo con el pasar del calendario. Ya era costumbre el verse los sábados a la noche para salir a pasear, una cena, una milonga, una película o un café. Siempre algo distinto, siempre juntos.
Él la pasó a buscar, como hacen los caballeros y ella se dejó cortejar como cada noche. Llegando a la puerta del restaurante tomados de la mano sus sombras se proyectaron sobre la fachada. Una mujer de edad avanzada le dijo a otra a su lado:
- ‘Mira, ahí vienen dos jóvenes enamorados. ¡Qué tiempos aquellos!’. Se sorprendieron, sin embargo, al ver que la feliz pareja había vivido tantos abriles como ellas o más.
- '¡Amiga, ¿Cuándo aprenderemos a mirar sin los ojos?!’, fue su respuesta.
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