Compartimos momentos hermosos. Había chispa entre nosotros. Solo una cosa nos impedía gozar a pleno de nuestra mutua compañía, de este amor tan visceral: nuestras sombras. Ellas no se llevaban bien. Tenían diferentes gustos, otras metas, eran como el agua y el aceite.
Intentamos que congeniaran pero no hubo caso. Ningún escenario les iba bien, ninguna canción, libro o película. Una noche a la salida del cine terminaron enemistadas, de ceño fruncido y brazos cruzados. Hasta se interpusieron en nuestros besos y abrazos.
Nos dijimos que eso no podía ser. Nos prometimos amor eterno y lo íbamos a cumplir. Nada se interpondría entre nosotros. Así, aquella noche, dejé la cama tendida con un bulto para simular mi presencia. Apagué las luces, cerré la puerta y, con mi equipaje de mano, hui al encuentro de mi amada.
Mi sombra no sospechó nada. Quedó durmiendo profundamente. La vi ahí, tendida en la cama... hasta sentí un poco de pena y culpa. Me había acompañado toda desde que nací, pero perder el amor de mi vida por ella, eso no estaba en duda.
Camino a la estación del tren la vi a ella con la valija a sus pies y su hermosa sonrisa descollando en su rostro. Una lágrima se le escapaba de esos ojos cristalinos. Seguro también había sentido tristeza por abandonar a su sombra. Un tanto acongojados, nos subimos al tren.
Sentados y tomados de la mano, nos asombramos al ver a nuestras sombras arribar a la estación, corriendo por el andén, en nuestra busca. Ambas agitadas y sin aliento nos divisaron y se acercaron a la ventanilla. Silencio... no dijeron una palabra.
Cuando la formación comenzó su marcha, se dieron cuenta que estaban muy cerca una de la otra, juntas, muy juntas. Se miraron a los ojos profundamente. Nos tomamos de la mano en la espera de que ellas encontraran su propio camino. Ellas… ellas también se tomaron de la mano y así, unidas se marcharon.
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