Tan pequeña, con sus hermosas ondas negras. Única hija, le gustaba jugar con sus primos; era aventurera y osada. Cuando fue creciendo conservó esa chispa pero otra faceta se despertó en ella. Cuando nadie la veía, escribía... Cosas que pasaban por su mente, experiencias, deseos y sueños, invenciones y fantasías. Sin embargo, no compartía con nadie esos escritos, no sabía con quién podría hacerlo, que le prestara real atención. Su caligrafía un poco desordenada, un poco por apurada y otro por rebeldía.
Un día, en que la abuela Elena visitaba la casa, ella estaba en su escritorio garabateando, como siempre. No la oyó entrar. La mujer la observó deleitándose con la escena. Sonrió con ternura. Se vió reflejada en aquella chiquilla. Su piel cobriza y sus oscuros cabellos castaños coronaban una esbelta figura femenina. Sus negros ojos chispeaban con la ilusión de abrazar a su nieta adorada. Se acercó aún más y la sombra sobre el papel la delató. El instinto llevó a la niña a querer ocultar la hoja pero pronto desistió. Quitó la manito del escritorio y dejó la pluma sobre la madera.
- ‘¿Qué haces mi niña?’, preguntó la abuela.
- ‘Escribo, abu’, contestó tímidamente.
- ‘¿Qué escribes?’, puso cara de curiosa, en verdad lo estaba.
Por toda respuesta la pequeña tomó la hoja y se la entregó.
- ‘¡Es precioso ángel!’, exclamó.
- ‘¿De verdad? ¿Te parece?’, le preguntó sin ocultar su enorme sonrisa.
- ‘Claro que sí. Así te lo digo porque es cierto.’, aseguró la abuela.
La niña se levantó de la silla y la abrazó con todas sus fuerzas.
- ‘Solo debemos mejorar la caligrafía. Ven, yo te enseño.’, le dijo.
Juntas, las manos pequeñas dentro de las otras, cobrizas y expertas, comenzaron a hacer trazos esbeltos, con tinta y con pluma, con amor y dedicación, sobre papeles de práctica. El tiempo los hizo parejos, prolijos y fáciles pero sobre todo dignos de llevar las palabras para las que fueron hechos. Las manos enseñando y aprendiendo, los corazones rebosando de felicidad y los ojos chispeantes, tesoros de nieta y abuela.
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