Es de tarde, todo en derredor está calmo. Se oye el cantar de algunos pájaros. El sol se cuela entre un cúmulo de nubes y calienta algunas flores que reciben, además de su luz, a mariposas y abejas. El viento mueve las ramas de los árboles. Las mece, con suavidad primero y con fuerza después. ‘Parece que se avecina una tormenta’, pienso, sin embargo, aún no llueve.
El cielo de a poco se va oscureciendo. El viento sopla con más fuerza. Las hojas de los árboles se estremecen y algunas vencidas se sueltan y vuelan lejos. No me sorprende, hay que agarrarse fuerte o animarse a volar hacia lo desconocido. Me gustaría quizás descubrir sitios nuevos, ‘Pero no soy una hoja’, pienso. El sol ya se ha escondido por completo.
Me coloco un saquito sobre los hombros, me ha dado frío. Miro hacia afuera y veo que los pájaros cantores se han refugiado en los nidos y las mariposas también se han ido, saludándose con las abejas. El silencio sigue allí, solo que las ramas lo sacuden de a ratos. Me gustan las tardes de lluvia, me parecen tardes de cobijo y de modorra. Siento que un libro me chista desde el estante.
Hace poco que vivo en este pueblo. Me han dicho los lugareños que hace mucho que no llueve, que la última lluvia fue hace mucho y fue tan importante y caudalosa que todos pidieron que pare, pero algunos tuvieron tanto miedo que elevaron plegarias para que no volviera a llover. No soy quien para dudar de las historias de un pueblo. Sin embargo, pienso que se avecina una tormenta.
La lluvia es necesaria. ¡No puede haber gotas que no mojen ni cielos sin lluvia! Me asomo a la ventana y respiro hondo el aire húmedo y fresco que danza por las calles. Mis pulmones se inflan con gozo por ese aire con olor a tierra. Sé que las calles de este pueblo están sedientas. Veo la polvareda levantarse con el viento. El sol ha secado por completo los pastos y los campos.
Levanto mi mirada y oro en voz alta. ‘Dios, Naturaleza, devuelvan la lluvia a este pueblo’. Unos segundos después de mi rezo un trueno colma los cielos y relámpagos fulgurantes salen de sus recovecos. No me asustan, me maravillan, son pura energía. Me abrazo porque un chucho me recorre el cuerpo. Cierro la ventana y veo que pequeñas gotas comienzan a mojar los cristales. ‘¡Está lloviendo!’, digo.
Abro la puerta de mi casa y salgo a la vereda. Todos los vecinos hacen lo mismo. '¡Aleluya!', gritan algunos, '¡Milagro!' sueltan otros. Otros solo vitorean, festejan y se abrazan. Se preguntan qué ha pasado, cómo ha sido posible. 'He pedido que lloviera de nuevo’, les digo y me miran asombrados. Tanto tiempo había pasado que olvidaron que fueron ellos mismos los que habían cambiado su suerte.
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