Mientras escribo se va oscureciendo la habitación y, cuando ya el contraste entre la negrura y la luz de la máquina es tal que lastima mis ojos, distraigo mi vista hacia el exterior que se asoma por la ventana. Claro, un conjunto aguerrido de nubarrones oscuros cubre el cielo y se desparrama.
Es como de noche pero son las 4 de la tarde. ¡Qué loco!, diría, si a veces no fuera cierto que en una noche cerrada uno se siente como al calor del sol, o como si en plena inundación de ideas se pudiera esquivar la sequía del ánimo. Todo es tan relativo…
Si bien tengo toda la intención de continuar con el texto que había comenzado, no puedo evitar quedar prendada del gris del cielo, que lejos de deprimirme, me calma, me acuna, me canta. El viento me trae ese delicioso aroma a lluvia, a tierra mojada, a tarde de domingo donde todos duermen menos yo, que solo quiero jugar.
Las gotas comienzan a caer y quiero tocarlas. Las veo tan brillantes, tan transparentes, tan divertidas, tan ‘ellas’ sin importar lo que piensen los demás. ¡Cómo no querer alcanzarlas, ser ellas, empaparme de su ser! Salgo del escritorio y, como sonámbula, cruzo la puerta hacia el patio. La lluvia me abraza dándome la bienvenida. Yo la tomo de la cintura y la invito a bailar.

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