La escuchaba garabatear… Los trazos se dibujaban y reproducían sonidos que, hipnóticos, me mecían en aquella tarde de primavera. ¿Que si sentía ganas de espiar algo de lo que estaba escribiendo? ¿Que si me daba rabia que hubiera querido libertad para expresar su sentir y no el mío? No realmente. Yo también quise tener libertad para escribir lo que yo quería, así que sé lo que se siente. ¿Cómo no le iba a conceder su pedido?
Sabía que ella me dejaría leer sus creaciones. No creo que fueran escritas para ser guardadas. Su destino era ver la luz del día, de una lámpara, dejar que miles de pares de ojos la recorrieran con avidez. A nadie se le puede negar eso… llegar a otros. Cuando desperté la noche había caído ya. Había un silencio casi total, salvo por la estridulación de algunos grillos cantarines. La luna solemne y henchida proyectaba su fantasmagórica luz sobre las calladas baldosas del patio. Me desperecé y recién en aquel instante recordé lo que había sucedido horas antes.
Me asombré al ver que tenía la pluma entre los dedos, las yemas del índice y el pulgar azuladas con tinta. Un pilón de hojas manuscritas descansaba sobre la gruesa madera del escritorio. Era mi caligrafía. ‘Lógico’, pensé, de quién más sino... Sus palabras, mi letra. Me prometí publicarlas pero, al segundo de pensar aquello, las letras del escrito se desvanecieron. Me asusté. No entendí qué pasaba.
Sentí de pronto un escalofrío recorriendo mi cuerpo y entonces entendí. Aquellas eran palabras que ella me regalaba, a mí, solo a mí y se materializaron de nuevo sobre las hojas. Las leí y me conmoví en lo más profundo de mi ser. Que alguien me conociera tan bien. Nos regalaremos más, muchas palabras más… y de la pluma cayó una gota, no de tinta, no azul, sino una perfecta gota, salada y cristalina.
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