El viento mecía las ramas del árbol grande y frondoso que se destacaba, por su copa, entre los otros de la cuadra. Un nido vacío se divisaba desde abajo. Cada atardecer los rayos del sol poniente dotaban la pequeña estructura de cierta melancolía y la noche escondía su figura dándole reparo y descanso. Al día siguiente, el amanecer veía al firme gigante renacer pletórico y expectante cobijando el nido vacío.
Hacía calor aquella tórrida tarde de verano. Un diciembre caluroso y húmedo pues había llovido poco tiempo antes. Desde adentro, en el silencio, logré escuchar una vocecita que decía, ‘¿Recuerdas cuando compartíamos los días completos y en la noche charlábamos hasta quedarnos dormidos? ¿Te acuerdas de cómo fuimos forjando nuestra amistad?
‘Lo recuerdo’, contestó una voz más grave. Se podía notar en ambas alegría y sorpresa. No habían planeado encontrarse de nuevo. Guardé silencio y seguí contemplando la escena desde mi ventana. El árbol y el ave se unían en un festejo por el reencuentro mientras el último se posaba en el nido. Traía ramitas en el pico que fue colocando con gracias y dedicación; la madera del árbol, mientras tanto, se entibiaba de emoción.
‘Ya es hora. Mi pareja está por llegar y pronto pondrá los huevos. Le prepararé el nido más hermoso y acogedor que haya visto. Cuando mis polluelos nazcan, ¿les volverás a cantar las nanas en las horas de la siesta para que se queden dormidos, verdad? ‘¡Por supuesto, viejo amigo! De las cosas más lindas... amistad y vidas nuevas’, soltó la gruesa voz del estoico gigante entre sus hojas, aunque suave como un suspiro.

Comentarios
Publicar un comentario