Solo ve la claridad a través de una pequeña claraboya, así puede saber si es de día o es de noche. Tiene anotados en el piso, debajo de la cucheta improvisada que hace las veces de cama, los días que lleva recluida en ese sótano oscuro, frío, de sonidos amortiguados. No tiene con qué escribir, traza rayas con un pedazo de mampostería que se ha desprendido de las paredes viejas y descascaradas.
Escucha pasos que vienen y van todos los días. Hay, sin embargo, algunas horas -supone que son horas- en las que los pasos cesan. Piensa que es cuando su captor sale a trabajar. No le falta comida ni agua pero todo es paupérrimo. La soledad le deforma los pensamientos en vagas suposiciones, acuciantes ganas de escapar, enojo, tristeza y muchas veces desesperación. Está perdiendo peso y se imagina demacrada pero no deja de pensar en que puede volver a ser libre.
Hay días en los que escucha murmullos. Sabe que su captor no vive solo. Debe tener una mujer, o hermanos, padres, o algún amigo viviendo con él; con alguien habla o simplemente estará loco y hablará solo. Sofocados, los murmullos igual llegan a sus oídos. Se pregunta el por qué de su cautiverio, no lo sabe.
Recuerda haber salido de la facultad de noche. Caminaba las cuadras oscuras y solitarias que la llevaban a la parada del colectivo. Escuchó pasos detrás suyo y, antes de que pudiera darse vuelta, todo se volvió negro y de desvaneció. Ya en el sótano, que ahora la guarda, una voz masculina le dijo, ‘no grites que no vale la pena’, mientras la depositaba sobre el duro colchón del catre. Ella, con los ojos vendados, respiraba lentamente como aletargada sin entender nada. Antes de que pudiera soltarse la venda, el hombre cerró la puerta tras él.
Nunca le ve la cara. Él viene con la cara cubierta cuando le trae comida, agua y quizás alguna otra cosa que ella le pida y considere indispensable. Ya ha caído la noche. Rosalba como siempre reza y se dispone a dormir. La mañana siguiente se despierta y se viste. Toma una revista vieja que ya conoce de memoria, la hojea sin ganas. Han pasado casi tres meses desde su rapto.
Pasado un tiempo siente hambre y se pregunta porqué él no ha venido a traerle algo de comer. Se percata de que no ha escuchado ningún ruido desde que se despertó. Llega la noche y no hay señales de él, ni alimento, ni agua, ni murmullos, solo ella, ella y la nada. Se queda dormida. La despiertan de golpe ruidos fuertes y voces potentes que gritan. Ella, débil y adormilada, no distingue lo que dicen. Escucha pasos que se acercan a la puerta del sótano.
Una figura enorme baja la escalera y se da cuenta de que es un uniformado; está armado. Cuando el hombre la ve, ella distingue la mueca de horror en su cara. ‘Tranquila, no te voy a hacer nada. Te vamos ayudar. ¿Cómo te llamas?’, le dice. Balbucea su nombre que viene repitiendo todos los días para no olvidárselo, para no volverse loca.
No sabe si es un sueño o si delira. Elige tomar la mano del hombre que le ofrece ayuda. Cuando se quiere incorporar le fallan las piernas y el hombre la levanta en brazos. Al llegar a la sala, la luz la enceguece. Le parece ver un cuerpo tirado en el piso, con la boca y los ojos abiertos; el rostro le parece familiar. El policía le dice, ’No mires’.
Ella solo puede cerrar los ojos y llorar lágrimas secas. Sollozos entrecortados con hipo quieren escapar de su boca y se agolpan. Enseguida empiezan a salir de a poco hasta que puede gritar. Luego le contarán cómo han sido las cosas, cómo han dado muerte a su captor, cómo un milagro disfrazado de equivocación en el accionar de aquel hombre los guió hasta esa casa y cómo, por casualidad, la libertad la encontró de nuevo.
Comentarios
Publicar un comentario