Los dedos escribían a gran velocidad cuando las ideas se me presentaban claras y bien concebidas. Cuando estaba falto de palabras me levantaba a hacerme un café para darle tiempo a mis pensamientos a ordenarse o desordenarse aún más, según la conveniencia. No había una fórmula para escribir, había que dejarse llevar por las mareas que nos mecen, por las que nos llevan de la mano y también por las que a veces nos tironean sacándonos de la cama.
Me encontraba de nuevo frente a la computadora, con la humeante taza de café entre mis manos. La pantalla deslumbrándome con su blanco radiante, me pedía frases. Le susurré que me estaba ocupando de eso, que me tuviera paciencia. Tomé un sorbo de la bebida y me quemé la lengua. Se me había ido la mano. Cuando apoyaba la taza sobre el escritorio escuche un clic en la puerta de mi estudio. Fue como una grieta abriéndose en el implacable silencio que me rodeaba.
Me levanté y me dirigí a la puerta. Me pareció escuchar una respiración agitada del otro lado. Sentí algo de temor y curiosidad al mismo tiempo. Me acerqué al ojo de la cerradura y me sorprendió lo que vi. Mi propia sombra me miraba fijamente. ¿Me habría estado espiando toda la tarde? ¿Era ella la culpable de mi falta de inspiración? No puedo culparla, sería solo una excusa para mi momentánea falta de palabras.
Decidí abandonarla, no como castigo, ni por falta de confianza, sino para que fuera libre para ella escribiera sus propias historias. Quizás también sentí celos de aquella libertad que le estaba dando, quizás me sentía preso de mis propias acciones. Lo que no imaginé es que ella no querría marcharse. Me explicó que me había dejado solo para que pudiera concentrarme.
La invité entonces a trabajar conmigo y para mi sorpresa, cuando nos sentamos juntos a escribir, las palabras brotaron en un hermoso manantial donde las ideas se compartían, se concebían y se parían de a dos, siempre de a dos, en absoluta comunión del alma, porque el hombre sin el alma no vive, no crea y no es y sin su sombra tampoco.

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