Arrebato - RELATO BREVE

 

Ya había efectuado el disparo. No había ni el más mínimo rastro de arrepentimiento en su ser. Se miró en el espejo y vio su rostro impávido, sereno, libre de temor pero también falto de piedad. Su mirada gélida, casi carente de expresión tampoco la delataba. Unas diminutas gotas de sangre eran el único vestigio de su arrebato.

Había llevado el arma en la cartera porque quería asustarlo, advertirlo de que no lo volviera a hacer. Cuando llegó al edificio aprovechó que alguien salía para ingresar. Subió la escalera hasta el segundo piso lentamente, como en trance. La mirada perdida, el aliento contenido, el corazón amortiguado.

Llegó a la puerta y golpeó con ritmo constante tres veces. El hombre abrió la puerta y a pesar de su apariencia la reconoció. Enseguida largó una risotada. ‘¿Tanto te gustó que viniste a verme?’. Ella se propuso sacar el arma y apuntarle pero sintió que el tiempo se detenía. Se imaginó esa escena muchas veces… Si diría algo o si se quedaría callada, si lo escupiría. 

Todavía tenía destellos, imágenes confusas de la noche en la que él la había drogado para someterla. Le había parecido muy culto, tan guapo, tan entrador, con palabras tan seductoras. Entonces le puso la mano en el brazo y eso detonó la furia, el asco en ella. De pronto le hirvió la sangre y ni siquiera se dio cuenta del momento en el que metió la mano en su bolso para sacar la .22.

Empuñó el arma y, completamente muda, lo miró con desprecio y le disparó. El hombre que seguía sonriendo no entendía muy bien qué pasaba, hasta que, repentinamente, sintió un calor en la entrepierna. Entonces bajó la mirada y vio como el pantalón se le iba tiñendo de escarlata. Su rostro se puso lívido, balbuceó un ‘¡Qué hiciste hija de p…!’, y cayó al suelo de rodillas al suelo. 

Ella lo ignoró y recogió la vaina del piso. Llevaba el pelo recogido y cubierto con una peluca. Anteojos negros velaban sus ojos y las manos estaban vestidas con guantes negros. No había hecho la denuncia. Tenía miedo, miedo de que no sirviera de nada. Los tacos retumbaron en la escalera mientras bajaba igual de calma que a su llegada.

Ya en su casa, volvió a mirar su rostro en el espejo y pensó, ‘Maldito, me robaste todo pero ya no le vas a robar la dignidad a nadie más’. El arma la había tirado al Río de la Plata. Con un pañuelo de papel se había limpiado la sangre salpicada y lo había consumido en las llamas de un encendedor. Las cenizas volaron con el viento. Allí, entre las formas del río y el cielo, creyó divisar un futuro posible .


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