¿Adónde estamos que no lo vemos? ¿Acaso nuestros ojos se han opacado con grises y negros absurdos? ¿Cuándo nos alejamos de la belleza cotidiana, de las maravillas creadas con nosotros?
Si de niños veíamos los rayos de sol como un crayón amarillo surcando el cielo y la purpurina plateada hacía las veces de estrellas sobre el azul aterciopelado del firmamento que nos cubre...
Nuestros pies descalzos se regocijaban con el frescor de la gramilla húmeda recién cortada y los árboles nos invitaban a treparlos volviéndose nidos de travesuras.
Que el viento nos enredara el pelo era un efecto secundario que a nadie le importaba, como tampoco la lluvia impía que nos mojaba la ropa entera o los charcos donde saltábamos felices y sin esfuerzo.
¿Adónde estamos parados? ¿Qué colores vemos hoy? ¿Distinguimos las formas, los tonos y los perfumes que nos visitan de día y también de noche?
Nos están invitando a cada minuto, solo hay que estar atentos, abrir los ojos, oír los llamados, extender los brazos, dar zancadas precisas para llegar a ellos.
Hay que soltar... el aliento contenido, las palabras calladas, las lágrimas secas...
Hay... que mojarse la ropa, ensopar los zapatos, saltar bien alto en los charcos llenos y cantar al viento.
Derribemos el muro invisible que hemos erguido, ese que nos aleja de la inocencia y de la abundancia de todas las cosas que por sí sola nos da la vida.

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