La suela dura de los zapatos resonaba sobre las baldosas y me ayudaba a adentrarme en mis pensamientos con facilidad, como si el sonido constante y seco me aislara de todo, menos de mi mente ajetreada.
Las manos en los bolsillos, vapor saliendo de mi boca en esa gélida noche de julio. A lo lejos el obelisco porteño mostrándose dueño de la avenida Corrientes. No había llegado a bajar las escaleras del subte cuando escuché pisadas detrás de mí.
‘Tacones lejanos’, pensé y esbocé una sonrisa; nunca había visto la película al final. Seguí mi camino pensando que otra alma solitaria deambulaba por aquellas calles cerca mío y, de pronto, no me sentí tan solo.
Un perfume llegó hasta mí y me cosquilleó la nariz. Me sentí cautivado. Sin duda se trataba de una mujer. La busqué y no pude encontrarla. Llegando al andén saqué el celular para ver la hora y pronto vi que la formación llegaba a la estación. Me sentí tentado de quedarme pero abordé y la incertidumbre se quedó conmigo.
Soñé con la mujer sin rostro aquella noche. La imaginé con un vestido rojo, con un tajo pronunciado sobre su pierna derecha, zapatos plateados de taco muy fino y alto. Solo alcancé a ver su sonrisa, sus facciones permanecieron ocultas, negándome el placer de conocerla.
Al día siguiente deseé volver a verla, sintiendo su cuerpo siguiendo mis pasos hacia la estación. La pensé todo el día. Me preguntaba como podía haberme seducido con tan solo unos pasos y su perfume. Ya en el andén, esperaba a que el subte llegase, se estaba tardando mucho.
Empecé a mirar la hora repetidas veces hasta que sentí el perfume de la noche anterior flotando a mi alrededor. Un aliento cálido alcanzó mi cuello y la piel se me puso de gallina erizándome los vellos. Suspiré pesadamente y contuve las ganas de voltearme.
Algo me decía que no debía darme vuelta. Sentí que una mano me alcanzaba y me rozaba uno de mis hombros. Luego, otra mano me tomaba de la cintura. Sentí escalofríos pero a la vez un placer morboso. No podía explicarlo.
Entonces giré sobre mis talones con un movimiento brusco y alcancé a ver una sonrisa macabra de labios escarlata, en el lugar de los ojos dos luces rojas también titilaban. Me sentí horrorizado, perdí la estabilidad y, tambaleándome, caí al suelo.
La vista se me nubló. El suave raso colorado de un vestido me acarició el rostro. La figura que me acechaba no pronunció ninguna palabra. Solo pude escuchar su risa macabra mientras descubría un cuchillo enterrado en mi vientre. La sangre que brotaba de mi cuerpo era absorbida por la tela sedosa.
Antes de desvanecerme le pedí…’ Al menos dime tu nombre…’. Como si fuera poco el castigo de la muerte, la vida me negó ese último deseo. Cuando la extraña estaba a punto de hablarme solté mi último aliento y la incertidumbre otra vez se quedó conmigo.

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