Más que un Escarmiento - RELATO BREVE


El mentiroso del pueblo día tras día sembraba sus falsos decires por donde anduviera. Las personas le creían porque entre ellos se consideraban todos buenas personas, eran gente sensata, amable y honrada, estaban orgullosos de ser así en un mundo lleno de tanta corrupción y malicia. Lo que el mentiroso no sabía era que las mentiras no son inocuas, llevan consigo impregnadas las consecuencias y los castigos. Él esperaba, sin embargo, no ser descubierto jamás. Lo cierto es que una sorpresa pronto lo visitaría.

Un día Fulgencio, así se llamaba el mitómano, comenzó a sentir un cosquilleo en la coronilla. ‘Un dolor de cabeza me está por agarrar, pucha digo’, pensó, pero eso sucedió. En su lugar, un mareo lo invadió haciendo muy difícil su andar. Llegando a los tumbos a la farmacia del pueblo, le pidió al farmacéutico algo para el vértigo y le pidió además que le fiara porque andaba sin dinero, lo cual no era cierto. Horas habían pasado desde que Fulgencio había tomado el medicamento y cada vez se sentía peor.

La historia de este hombre se seguía escribiendo pero tantas mentiras le estaban haciendo estragos. Así, esa tarde ya casi sin poder incorporarse, el mentiroso le pidió al vecino que le llamara al médico. Mientras esperaba al especialista, el padeciente comenzó a sentir que el cosquilleo que lo aquejaba comenzaba a bajar desde su cabeza a sus brazos y a su torso; comenzó a sentirse pesado y lento. Corto de aliento, quiso tomar aire y apenas pudo hacerlo. 

Agobiado vio que su vientre se hinchaba y luego se deshinchaba enviando su edema a lo largo de las piernas. ‘¿Qué es esto que me pasa?’, pensó, ‘Es un castigo divino’, creyó oír. Era la voz de su consciencia, lo sabía. Entonces sintió cómo la cabeza se iba haciendo más liviana y un atisbo de esperanza pareció animar a Fulgencio. Poco duró su ilusión cuando notó que los pies le pesaban como bolsas de arena mojada. 

El médico llego y le preguntó qué lo aquejaba y Fulgencio quiso hablar para confesar sus pecados, pero ya era tarde. Las mentiras que había dicho todos esos años lo habían invadido, recorriendo su cuerpo de la cabeza a los pies, llevándose la energía, la inocencia y el milagro de la vida.  El médico quedó enmudecido al ver que Fulgencio se desvanecía delante de sus ojos. El hombre abatido se convirtió en una pila de palabras, grises y efímeras, que a la vez se tornaron en cenizas. 

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