Tan rápido había sucedido todo que desconocían la causa de la tragedia. Hacía dos noches luego de compartir una hermosa velada se encontraban mirando el mar, calmo y oscuro en una noche estrellada y silenciosa cuando, de pronto, se vieron aferrándose a la barandilla del barco para no caer por la borda. La nave se ladeó y comenzó a zozobrar rápidamente. En minutos, ambos cayeron al agua y lograron mantenerse a flote sostenidos de algún despojo de la embarcación.
Esta mañana los encontró así, sedientos, tendidos sobre la arena bajo un sol abrasador. Dieron inicio entonces a la recorrida para reconocimiento del lugar; no tardaron mucho en completarlo. La masa de tierra no tendría más de tres cuadras de longitud por otras tres de ancho. Lo evidentemente ineludible en ese momento era la búsqueda de agua. Caminando hacia el centro de la isla encontraron un pequeño volcán y un arroyo de agua, que parecía buena, lo circundaba.
Calmaron su sed y se asearon. Por rodo alimento encontraron unos cocos que con mucha dificultad abrieron. Exhaustos por la travesía cayeron al rato y se durmieron profundamente. Despertaron al cabo de unas horas sobresaltados por el canto de un grupo de salvajes que, cargando dos collares de flores, los levantaron por los brazos y los colmaron de palabras ininteligibles y sonrisas desdentadas. Les colocaron los collares y los guiaron hasta una especie de glorieta improvisada que parecían haber armado recientemente.
Ya en el lugar, los lugareños le indicaron al matrimonio unos huesos que descansaban en una especie de vasija antigua. Manteniendo la mano alzada hacia los restos pronunciaron la palabra “Diosa”. Los sobrevivientes supusieron al instante que era algún tipo de ceremonia en la que veneraban a alguna persona a la que consideraban divina. Les mostraron luego unos cuencos con trozos de pera y les señalaron la cima del pequeño volcán. Dijeron entonces a mano alzada, “tributo”
Con la, hasta entonces pobre elocuencia demostrada, los condujeron hacia el cráter de la montaña enana ayudándolos con empujoncitos y cánticos. Al llegar a destino les señalaron las peras y repitieron “tributo”, señalando luego el agujero frente a ellos, quedando en silencio absoluto. Entonces la pareja se miró temerosa y arrojó las canastas con peras al cráter abierto del volcán. Los salvajes volvieron a cantar y los más jóvenes comenzaron el descenso.
Dos ancianos, un hombre y una mujer, que habían quedado detrás de la pareja, permanecían callados y con las manos juntas en señal de oración. Cuando los náufragos voltearon, al verlos en tal actitud se miraron y guardaron silencio también. Al cabo de unos segundos los ancianos abrieron los ojos y con una mirada centelleante de ojos claros fulminaron a los extraños pronunciando la palabra “tributo” una vez más, y de un empellón los arrojaron a las fauces del volcán que los devoró con sigilo.

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