El botecito se mecía, un vaivén acunaba a los que dormían plácidamente dentro de la pequeña embarcación. Dos muchachos jóvenes con sendas cañas atadas a los asientos de madera gris y reseca. La calma era total. Las aves apenas graznaban cerca de la costa.
Pasada una media hora, del cielo negro manchado de grises nubarrones amenazantes nacieron mudos refucilos. Segundos más tarde, truenos ensordecedores llegaron trepidantes. La tormenta se había avecinado sigilosamente, sorprendiendo a los desprevenidos.
La intensidad del trueno más fuerte fue tal que despertó a los jóvenes pescadores. Enseguida la lluvia empezó a caer como dagas que acuchillaban la superficie del agua negra por la noche. Los muchachos se apresuraron a encender el viejo motor para salir de allí.
Era muy peligroso estar en el río con esa tempestad. Había que guarecerse pronto. Por fin el aparato arrancó y salieron echando diablos sobre las olas que empezaban a descontrolarse. Los jóvenes rezaban; habían perdido un tío en un temporal como este, aunque mar adentro, pero el recuerdo traicionaba.
De pronto sintieron un ruido extraño. Como un silbido que iba aumentando con la cercanía. Se miraron a los ojos, desconcertados, aturdidos y pronto el ruido fue atronador. El silbido se había transformado en un rugido casi suplicante, un chillido de auxilio.
Ambos miraron hacia arriba y en la altura, que parecía cobijar las estrellas, vieron una metálica paloma blanca que herida caía en picada. No, en picada no. Pudieron ver mejor cuando la panza del avión les sopló la nuca que la nave caía pero se venía enderezando.
Casi que estaba quedando acostada de nuevo. Entonces segundos después una ola gigante los cubrió y les dio vuelta el bote cuando el avión amerizó en las oscuras aguas del Río de la Plata. Un milagro que un piloto idóneo había podido lograr.
Sólo algunos heridos pero todos seguían con vida, incluso los pescadores. En el fondo de sus almas los muchachos sabían que había sido Dios quien había enderezado las alas de la paloma construida por el hombre. Se santiguaron en aquel amanecer agradeciendo por la vida y la fe.

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