Una línea imaginaria los unía, había nacido cuando se vieron por primera vez. Sólo ellos podían verla, roja, luminosa y destellante. Ella se sonrojó al verlo y él la miró de manera penetrante sin apartar los ojos de ella ni un minuto.
Iban caminando y de pronto se vieron. Ella sin querer, o no, dejó caer el pañuelo que sacó de su cartera, él apresuró el paso y galantemente se agachó para recogerlo. “Gracias”, le dijo ella en una dulce y suave voz. "De nada", respondió él, con un tono seductor de voz grave.
Tomaron un café luego de que él la invitara y ella titubeara antes de aceptar. Se casaron antes de cumplir el año de noviazgo y nunca más se separaron. La línea siguió intacta. Después de veinte años de matrimonio, hubo días en los que la línea cambiaba de color pero siempre se mantenía brillante.
Un día ella sintió que las manos le hacían cosquillas y se miró las palmas. Las vio brillantes y notó que la línea inútilmente había descendido hasta sus manos, "inútilmente" pensó, ya que no necesitaba tenerla en sus manos ni controlarla para ser feliz.
La línea, sin embargo, no había llegado a sus manos para que ella se aferrara, sino para recordarle que estaba allí, en su vida cada día y para que entendiera que ella no debía aferrarse tampoco a él porque hacerlo no era algo necesario, ni sabio ni feliz.
La unión de ellos siempre sería mágica y etérea, sin posesividad alguna. La libertad de sus corazones los seguiría acompañando a lo largo del camino y se elegirían el uno al otro cada día. La línea entonces brilló aun mas entendiendo que los unía en plena libertad.

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